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Un ex convicto nos dice cómo es regresar a internet después de una década en prisión

Cuando escuché que estaba condenado a pasar 12 años en prisión, me di cuenta de no iba a poder conectarme a internet en más de cien meses. Cuando regresé al mundo real, me sentí abrumado por lo mucho que había cambiado.

La nueva identidad digital del autor.

Definir una década es una tarea difícil. Para los niños y los mosquitos de la fruta es una eternidad. Diez años son una tercera parte de mi vida, claro, si omito mis primeros siete años de existencia porque, en realidad, sólo recuerdo las funciones corporales poco discretas. En cuanto al internet, que nació en 1969, diez años puede ser mucho o poco dependiendo de a qué años nos referimos. Sus primeros años fueron tranquilos pero la última década no puede describirse de otra forma más que "revolucionaria".

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Es una lástima que me lo haya perdido.

El reino digital no espera a nadie. Cuando escuché que estaba condenado a pasar 12 años en prisión, me di cuenta de que no iba a poder conectarme por lo menos en 123 meses. Estuve diez años y tres meses en la cárcel hasta que por fin me liberaron hace un año. Pero la clase de computación que tomé no me iba a servir de nada. El siglo XXI ya no era tan fresco como en el 2003. Cuando regresé al mundo real, me sentí abrumado por lo mucho que había cambiado.

Antes, el internet estaba limitado. Sin embargo, se las arregló para escapar mientras yo seguía encerrado. Ahora la red ya está presente hasta cuando comemos. Las redes sociales son una nueva zona de interacción humana y tienen sus propias reglas, valores y convenciones sociales. Aunque no le damos importancia, en nuestros bolsillos cargamos un aparato que representa la suma de todos los logros humanos, además de que incluye una cámara y un reproductor de música.

Conocí a un gran número de hombres que tardaban mucho en adaptarse durante mi estancia en la prisión de Nueva York. Muchos de ellos nunca aprendieron a usar el teclado de la computadora y en casos extremos, ni siquiera sabían leer. Se desconectaron del mundo en cuanto los encerraron. Yo tenía pavor de volverme obsoleto, así queme suscribí a varias revistas. Leía la revista New York para enterarme de las cosas cool del exterior, al menos a grandes rasgos. Las críticas de música me hicieron experto en géneros que no podía escuchar. Las cárceles de Nueva York están ubicadas en áreas rurales, lejos de las radiodifusoras que transmiten electroclash y bhangra. A los presos sólo se les permite escuchar cassettes, por lo tanto, los únicos géneros disponibles eran rock clásico, música country y hip hop pasado de moda. Algunas de las 12 cárceles a las que me llevaron estaban dentro del rango de las estaciones de radio universitarias, lo cual me permitió mantenerme al tanto de los asuntos de actualidad. Sin embargo, no había forma de estar al corriente de las innovaciones tecnológicas.

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Leía todos los números de la revista de tecnología Wired y hacía todo lo posible para que recién llegados me explicaran cómo funcionaba Facebook. Alcancé a ver una televisión de pantalla plana y toqué sin permiso la pantalla táctil del celular de un guardia. Pero no sirvió de nada, de todas formas sentía que la vida moderna se me escapaba de las manos. Además, para empeorarlo todo, mis compañeros eran los que menos comprendían la tecnología en todo el país. De haber conocido el término, se habrían apodado "los luditas".

Nací en 1978. Mi generación fue la última que creció sin estar controlada por las herramientas digitales. Nunca usé mi celular para ver si había una fiesta sin padres en los alrededores. Nunca envié correos electrónicos a la chica que me gustaba ni entré a foros para enterarme de los chismes de la escuela. Los BBS eran para los nerds y las tareas impresas eran para los lambiscones. Yo solía usar mucho los teléfonos públicos porque descubrí que podía usar un clip para no pagar unas monedas por una llamada local. Además, me encantaba comprar cervezas con el dinero que ahorraba con el truco del clip. Los buenos dealers usaban beepers pero yo apenas tenía 18 años y no me alcanzaba para comprar uno. El aparato que me compré no tenía pantalla y hacía un sonido extraño cuando me dejaban un correo de voz. Los raves se anunciaban con folletos hermosos y me sabía de memoria todos los teléfonos de mis amigos. De hecho, aún me los sé.

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El año pasado, en febrero, vi por primera vez una tablet en el auto que me llevó a casa. Desde ese momento me quedé fascinado con la disponibilidad de la información. Me atiborré del contenido en internet, que por cierto, es mucho más veloz que antes. No cabe duda de que Wikipedia supera mi amada enciclopedia Britannica encuadernada. Ni siquiera la edición de 1890 de la enciclopedia Brockhaus con sus 130 volúmenes que tiene mi padre se le puede comparar. Hoy en día el porno es gratis y mucho más extremo. Tenía tanta curiosidad por las famosas dos chicas y su copa de las que había leído y ahora jamás podré olvidar lo que vi.

Me he mantenido lejos de los videojuegos porque ya desperdicio demasiado tiempo en las redes sociales. Facebook me ayudó a reencontrar a mis amigos y a crear una red de contactos. No hay mejor aliado que Facebook para un ex convicto. Además, con una buena estrategia, hasta es posible dar a conocer tu historia. La difusión digital es un regalo del cielo para los que tienen una trayectoria como la mía. Skype me permitió dar una conferencia para el departamento de filosofía de la Universidad de Vancouver, Canadá, a pesar de que la ley canadiense lo prohíbe. Puedo ver todas las películas y los programas de televisión que me perdí. Puedo comentar en todas las páginas web. Ahora hasta tuiteo.

Sin embargo, por mucho que parezca que amo los avances tecnológicos, en realidad tengo sentimientos encontrados. Voy a explicarlo con una metáfora: En la película de John Carpenter, Escape from L.A., el protagonista Snake Plissken, interpretado por Kurt Russell con un parche en el ojo, recibe un dispositivo capaz de hacer que deje de funcionar la energía en toda la Tierra, lo que resultaría en una nueva Edad Oscura. Para esto, sólo necesita escribir el número 666 en el dispositivo. Al final, en vez de regresarle el dispositivo al presidente, Snake opta por presionar el botón.

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Yo lo habría hecho dos veces por si acaso.

Navegar en internet no es mi fuerte. Me toma varios intentos escribir bien un código captcha y no me interesa el apocalipsis ambiental, tecnológico o de cualquier otra índole. Sin embargo, estoy consciente de que internet ya forma parte de la vida cotidiana. Cualquier apuesta se puede resolver con una búsqueda en internet. El arte de la descripción ha sido reemplazado con la precisión de las fotografías y los videos, con lo que todo se vuelve más exacto pero menos interesante. Facebook se encarga de que a nadie se le olvide mi cumpleaños pero al mismo tiempo le quita todo significado. En realidad, mis amigos ya no recuerdan mi cumpleaños porque confían en que el programa me va a enviar un mensaje de felicitación. Prefiero que se acuerden de mí unos cuántos, que recibir cientos de mensajes de personas que apenas se molestaron en presionar un botón. Nuestra información fluye en un río que es cada vez más ancho pero menos profundo. En algún momento fuimos capaces de evitar esta involución al mantener el mundo digital exclusivamente dentro de las computadoras. Por desgracia ya no es así.

Ser prisionero es sinónimo de perder tu identidad. En la cárcel no te llaman por nombre, sino por tu número y usas el mismo uniforme que todos los demás. Muchos escribían frases en los muros porque era su única forma de expresión. Las mentes más limitadas escribían insultos una y otra vez. De vez en cuando se sabía de alguien a quién habían atrapado haciendo una felación, o al menos la ilustración de una. Hasta yo lo hice, y eso que no sé dibujar.

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Cuando me quería hacer el gracioso, escribía "Yale clase 96" debajo de las inscripciones de las pandillas Blood o Latin Kings. Cuando estaba inspirado, escribía la cita Omnia mea mecum porto de Cicerón. Me quedaba a la perfección porque a fin de cuentas, "Llevo conmigo todas mis cosas", en mi cabeza. Fuera de la cárcel, mis conocimientos me hacían "inteligente" entre amigos, "erudito" en pláticas corteses y "sabelotodo" a mis espaldas. Dentro de la cárcel, donde 68% de los presos no terminaron la preparatoria, era prácticamente un genio.

Sin embargo, al momento de salir, me di cuenta de que todos los conocimientos que había adquirido a lo largo de tantos años sólo me servían para tener una posibilidad de ganar en los concursos de conocimiento en televisión. Los acertijos que resolvía para impresionar a las chicas ahora están al alcance de todos gracias a los smartphones. Mi vocabulario secreto en lenguas oscuras, es decir, la capacidad de agradecer a un mesero en letón o enumerar los dominios de la Casa de Habsburgo, ahora estaban al alcance de todos los que sabían usar un teclado. Internet tomó el Omnia mea y se lo regaló todos por medio de dispositivos portátiles. Nunca se lo voy a perdonar.

Adaptarse a una condena de más de dos dígitos era todo un reto, en especial considerando a los expertos, aquellos hombres que llevaban más de 20 años encerrados. Trabajar tenía sus beneficios, o al menos eso decían los presos más experimentados. Ellos eran los maestros, a pesar de que eran los menos indicados para el trabajo por todos los años de aislamiento. En las clases me enseñaron a llevar el balance de una chequera y se me advirtió sobre los problemas del reingreso. Los presos cuidan mucho sus cubiertos porque si pierden uno, podrían castigarlos con tres meses en reclusión. En varias ocasiones nos contaban que los presos que acababan de salir, le entregaban las cucharas a sus madres después de cada comida. Se suponía que cruzar la calle me iba a dar miedo y que las multitudes y la tecnología me iban a abrumar. Tenían razón. El celular que traía cuando me arrestaron en el año 2003 era un Hyundai en blanco y negro (creo que ya se descontinuaron) y las personas en la calle se me acercan mucho más de lo que se me acercaban los otros presos. Pero nada de esto se compara con las redes sociales. Para cambiar mis hábitos sólo necesitaba un poco de observación. En cambio, las redes sociales eran un campo nuevo que tenía que perfeccionar.

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Leer sin parar por diez años me ayudó a no quedarme atrás. También me sirvió mucho la comunicación con mi familia, los programas de televisión adecuados (noticieros y The Office en lugar de partidos de futbol), los programas de radio y toda la información que le sacaba a los recién llegados. Pero me faltaba el poder de internet. La última vez que había estado en línea fue cuando aún existía CompuServe.

No creí que las cosas iban a cambiar tanto. Cuando entré a la cárcel, ya existían las computadoras portátiles, las cámaras, las agendas y las Blackberry. Lo innovador son los programas interpersonales y lo más impresionante es la velocidad en que la sociedad los absorbió. La vida social adulta también depende de estas herramientas digitales. Antes, cuando me invitaban a fiestas, tenía que confirmar mi asistencia por teléfono. Las páginas en internet desempeñan la misma función pero lo que las hace interesante es la interacción que permiten. Ahora puedo ver quién más está invitado, quién rechazó la invitación y si mis amigos son bienvenidos o no. Hoy en día, es muy fácil buscar información de alguna persona en internet pero, como dije antes, la información no fluye en una sola dirección. Como sé que cualquiera puede encontrar información mía, me esfuerzo por tener una buena imagen y trato de controlarla. Es muy importante hacer eso, en especial para aquellos con antecedentes penales. Gracias a la prensa, nuestra información no puede ser confidencial. Es por eso que hice una página donde cuento mi historia y hasta tengo una entrada en Wikipedia. No quiero que escriban mal mi nombre como en el caso de muchos ex convictos. Sé lo importante que es el control de imagen personal.

Los modales digitales se fueron creando poco a poco y en silencio hasta que llegó a ser parte del conocimiento generalizado. Pero yo no estaba al tanto. Como resultado, cometí errores en varias ocasiones. Por suerte, muchas de las víctimas que sabían sobre mi ausencia en la red fueron comprensivas. Aunque hubo otras que no. Tuve que aprender muy rápido qué estaba permitido publicar en las biografías de otras personas y qué no. También aprendí que no podía publicar la foto de una persona en Facebook sin pedirle permiso. Si llegaba a tener alguna duda, preguntaba, y me las arreglé para explicar el error que cometí en 2003 a todos aquellos que no sabían. Facebook me ayudó a reintegrarme al mundo de una forma que antes habría creído imposible. La única persona que me bloqueó fue una ex novia, pero gracias a Google sé que ella también cometió un delito. Recuerden: Google es un arma de doble filo.

No me molesta sacrificar un poco de mi privacidad al contar mi historia ya que ahora me gano la vida con lo que escribo. Aprendí las reglas y llegue a aceptar que mi repertorio de conocimientos superficiales ya no tiene mayor importancia. Pero aún recuerdo con cariño el mundo antes de la era digital. Tal vez extraño ser un pez gordo en un estanque pequeño. O quizá sólo me molesta no recibir elogios por haber aprendido a contar en turco. Pero sé que no hay forma de regresar al pasado. ¿O sí?

Sí la hay, de hecho. Sólo no quiero hacerlo.

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