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Una rosa es una cebolla

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Ernest Hemingway, 1961. Fotografía: John Bryson / LIFE / Getty.

Si la guerra fuese una pregunta que se pudiera contestar, obtendríamos la respuesta desde el tejido mitológico; un lienzo donde destaca la figura del corresponsal que aprovecha las cámaras para difundir su propia imagen. En este caso, se trata de un gigante rubio que bebe vino en bota y se limpia con el revés de la mano; un hombre robusto al que todo el mundo conoce como el profesor Hemingstein y para el cual la guerra nunca fue pregunta, sino todo lo contrario. De ahí su doble mérito.

Contemplar la guerra como respuesta y hallar los interrogantes que la mantienen viva solo es posible después de desalojarla de mitos. El profesor Hemingstein fue construyendo el suyo hasta ocupar la partícula más elemental de la guerra. Transformó el vacío, convirtiéndolo en presencia mitológica ya fuese en Brihuega, Guadalajara, Teruel o Madrid y sus puntos calientes. Lugares como Chicote o el Hotel Suecia serán los decorados íntimos de una guerra que no había hecho más que dar comienzo. Las cámaras de fotos le servirían al profesor Hemingstein para retratarse a sí mismo como protagonista. Si observamos con detenimiento las imágenes que se tomó en el frente, da la sensación de ser una persona de esas que siempre esconden algo. Los que le trataron de cerca dan por hecho que esto era un «efecto» muy acusado en él y que se revelaba cada vez que el profesor se ponía a recordar. Porque, siempre que lo hacía, recordaba en beneficio propio.

Cuando una granada alcanzó el Hotel Suecia —donde se encontraba alojado— y un chorro de arenilla se desprendió del techo —salpicando los vasos y el mapa desplegado sobre la mesa—, al profesor Hemingstein no le quedó otra que preguntar a su auditorio:

¿Qué les parece ahora, caballeros?

Dados los antecedentes, la pregunta fue algo más que una provocación. Un gesto con el que quiso dar a entender que en realidad no se trataba de haber perdido la inocencia, sino de saber encajar su asalto cuando toca remover el whisky con los cascotes del recuerdo. Poco antes del impacto, el profesor Hemingstein estaba explicando la imposibilidad balística de que una granada alcanzase el hotel.

Alrededor de un mapa de Madrid, una variopinta concurrencia —formada por corresponsales junto a milicianos y algún que otro espía— escuchaba atenta la exposición de un hombre que era lo más parecido a un gigante con aire extranjero. No era para menos.  Estaban delante de todo un experto en campañas militares que había sido herido en Italia durante la Gran Guerra y el más famoso autor vivo de la literatura; un hombre siempre tan ocupado en beber como en demostrar quién era. Todo fuese por mantener la hegemonía.

En ese momento —según nos cuenta en su correspondencia de guerra para la agencia NANA— fue cuando se escuchó un silbante rugido como un tren subterráneo y, de inmediato, una granada estalló en la habitación de arriba. Madrid. Hotel Suecia. 30 de septiembre de 1937. «¿Qué les parece ahora, caballeros?».

Es posible imaginar la escena, una de tantas de las que Hemingway se serviría para construir su obra de teatro titulada The Fifth Column (La quinta columna). Un texto donde consiguió que la realidad se pareciese tanto a la ficción como la sangre a la pintura. Porque Hemingway traía aprendido de París el error de la vanguardia cuando se trata de identificar la verdad en la vida con la verdad en la literatura. Ambas nunca son idénticas y Hemingway, que lo sabía por experiencia ajena, se serviría de la ficción para revelar la verdad, expresándola con silencios y mentiras. A partes iguales.  

Bien sabía que cuando se desvela lo que esconde el mundo de la guerra, no solo puede uno encontrarse con personajes y acciones que parecen inventadas por un mal novelista, sino que también puede uno encontrarse con el fracaso. El mero hecho de transcribir los hechos, tal y como los hechos se presentan, hubiese convertido su creación en algo tan obvio como aburrido. De su visita a la guerra civil española no solo nos dejó la citada obra de teatro, también lo haría con algún que otro relato como Old Man at the Bridge (El viejo del puente) además de una considerable novela, For Whom the Bells Tolls (Por quién doblan las campanas).   

Si hay un recurso que vertebra cada una de las citadas obras es el que se mantiene en los diálogos. Sus personajes se expresan con la misma vibración que deja un ferrocarril subterráneo sobre la corteza de la calle. Entre otras cosas, porque son hombres y mujeres que mantienen su discurso desde el lado oscuro. Nunca aman de día. Solo lo hacen cuando llega la noche.

La quinta columna es una obra desarrollada en el Hotel Florida durante la guerra, en Madrid, una ciudad donde todo el mundo lo sabía todo, incluso antes de que hubiese ocurrido. En el citado hotel se alojarían periodistas, chivatos, putas, chaperos, contrabandistas y lo mejor de cada casa junto a espías de doble cruz. Todos revueltos entre la calderilla, el contrabando de pesetas y las informaciones falsas. Con estos materiales, los diálogos surgen apoyados en figuras retóricas que consisten en aparentar que se quiere omitir lo que se está diciendo.

Cuando se trata de escenificar las relaciones del hombre con la guerra, Hemingway mantiene el mismo decorado. Con ello consigue lo más difícil, es decir, demuestra que no existe un contenido distinto para cada guerra, sino un modo distinto de considerar el contenido. Todas las guerras son la misma guerra. Todos los besos son el mismo beso. «Si necesitas tener sueños de día, trata de mantenerme fuera de ellos», asegura el personaje Philip Rawlings, una imitación literaria del mismo Hemingway, tan aficionado a la cebolla cruda como él y como ese otro personaje, protagonista de Por quién doblan las campanas, el dinamitero Robert Jordan.

Fue en un descanso de la guerra, en una mañana de finales de mayo. Cielo claro y viento tibio que acariciaba los hombros, cuando Robert Jordan sacó una cebolla del bolsillo de su chaqueta donde guardaba las granadas. Luego abrió su navaja y empezó a cortar.

—¿Siempre comes cebolla tan temprano? —le preguntó Agustín.
—Cuando la hay.
—¿Todo el mundo lo hace en tu país?
—No —contestó—; allí está mal visto.
—Eso me gusta —le dijo Agustín—, siempre tuve a América por un país civilizado.
—¿Qué tienes contra las cebollas?
—El olor nada más, aparte de eso es como una rosa.
—Como una rosa —dijo Jordan—, es una verdad como un templo. Una rosa es una rosa es una rosa es una cebolla.

De esta manera, en uno de los capítulos, Hemingway pone a Robert Jordan a practicar el exorcismo recitando una letanía silbante, lo más parecido a un reptil mitológico que con su silbido hiciese fundir la corteza de nieve; el blanco sobre la piedra con el que la primavera va a recibir la sangre. Un repertorio de rosas que se identifica con la singularidad de una cebolla que, a su vez, ha sido sembrada en un campo de tensión. El perfume de la vanguardia con el que Hemingway se empaparía en el salón de Gertrude Stein, antes de convertirse en el profesor Hemingstein, cuando París era todavía una fiesta y una rosa era una rosa era una rosa era una rosa. La misma letanía que le acompañó hasta la muerte; fiel como el mal aliento.

Pero volvamos a la guerra. Porque todas las guerras son la misma guerra y una bala es una bala, un beso es un beso y lo de imaginar a Hemingway conjurando palabras, para que nunca llegue el beso de la bala a su chaleco de guerra, es posible. Al igual que tantos otros durante la Guerra Civil, Hemingway se veía a sí mismo como combatiente más que como periodista. Armado con su máquina de escribir, se dispuso a fundar un mito a golpe de tecla. Lo consiguió, a sabiendas de que cualquier corresponsal que haya cubierto una guerra tiene algo que ocultar. Por eso mismo, Hemingway solía expresar lo vivido con silencios, como si estuviese dispuesto a renunciar a la inocencia y beberse el trago de la culpa hasta abrasarse con él.

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Ernest Hemingway, sin fecha. Foto: Getty.

Una mezcla de aventura y oficio que se completó en la guerra civil española, cuando Hemingway aprovecha la posibilidad que le ofrece el conflicto para revelarnos lo más oculto del mismo. Bien sabía por experiencia propia que hasta lo más oscuro se trasluce con nitidez en tiempo de guerra, pongamos que con la misma pureza que solo puede verse en el corazón del hielo.

El tableteo de sus despachos de guerra para la agencia NANA sonaba con la convicción del que está construyendo un mito a partir de ciertos hallazgos que le salen al encuentro. Preguntas de las que siempre fue respuesta nuestro conflicto. Esa convicción le acompañaría desde que los Estados Unidos, en una afortunada tentativa de entrar en la historia, lo consiguen participando en la Gran Guerra con Hemingway dentro como conductor de ambulancias.

La noche del 8 de julio de 1918, un mortero le hirió las piernas a orillas del río Piave, en la región verdosa del Véneto. «La muerte es algo muy simple», escribiría después a su padre en una carta. Confiado a la realidad desnuda, el profesor Hemingstein empezaba a construirse su propio mito. A partir de aquí, el corresponsal de guerra se convertiría en lo más parecido a una infección benigna que todo lo contagiaba, excepto el miedo. El siguiente trabajo, como si de un Hércules se tratase, sería el de narrar su aventura por tierras españolas, escribiendo la visión más lúcida de nuestra guerra civil, un conflicto que explicaría escondiendo la pregunta.

Para ello se serviría del «método iceberg», donde el espíritu que emerge con impulsos de hielo blanco no es lo que importa. Lo importante es lo que no se ve, tanto como lo que se evita decir y Hemingway no dice. Ahí reside el secreto. La clave es lo que mantiene a flote la punta de hielo, el cascote con el que el lector choca hasta hacerse la pregunta. ¿De qué respuesta es provocación esta dureza?

Por eso, nadie como Ernest escribiría una novela tan nítida sobre nuestra guerra civil. Narrada desde el bando republicano, con los crímenes que en él se realizaron, Hemingway lanza la pregunta con un silencio provocador que lleva abierto el interrogante: ¿Cómo fue la agresión militar que sufrió la gente humilde para que se levantase de esta brutal manera?

A su valor de narrador, Hemingway suma el valor del protagonista, Robert Jordan, de las Brigadas Internacionales y que carga cebollas y granadas en su bolsillo. El valor, al igual que lo de comer cebolla, era costumbre para ambos. Tal vez fuese también por eso, por lo que Hemingway se enamoraría de nuevo durante la Guerra Civil; para dar salida a su valor y también por la costumbre de sostener breves escaramuzas entre las explosiones de una guerra que sería la muerte de su matrimonio.

En diciembre de 1936, cuando la guerra en España llevaba unos meses, Hemingway todavía estaba al sur de la Florida, al borde de la corriente del Golfo. En su bar de dobles en Cayo Hueso, en el célebre Sloppy Joe´s Bar, el autor norteamericano estaba de pie, apoyado al final de la barra. Comía cebolla cruda y mojaba sus labios en whisky. Con el picor en la lengua, observó a las dos mujeres que acababan de entrar. Una resultó ser la viuda de un ginecólogo. La otra, su hija.   

Meses después, una noche en Madrid, cuando una explosión alcanzó el depósito del agua caliente y los huéspedes del Hotel Suecia abandonaron aprisa las habitaciones, un buen número de compromisos de lo más inesperado quedaron al descubierto. El más notable fue el de Hemingway y Martha Gellhorn, la hija del ginecólogo que había llegado como corresponsal de guerra para la revista Collier´s Weekly. Con una escena así, es posible acertar diciendo que hay veces que la culpa se convierte en una trampa mortal armada por falta de cuidado, y que la culpa que acompaña a Philip Rawlings durante todas las escenas de La quinta columna es la misma culpa que calienta lo suficiente para abrasar la inocencia del profesor Hemingstein, aunque de eso no se trate el asunto, sino de saber encajar su asalto —el asalto de la inocencia— cuando la corteza del suelo vibra como un tren subterráneo y de inmediato el techo se desploma y entonces haya que salir apurado de la cama. Porque en una guerra siempre hay que esperar a que, por lo menos, se manche un poco la alfombra.

La quinta columna estaba acabada justo antes de la toma de Teruel, donde el profesor llegó a tiempo, llevando una copia consigo. Nada más verlo, los milicianos le confundieron con un oficial ruso y le empaparon de vino hasta que vomitó sobre el manuscrito. «Algunas veces un hombre inteligente es forzado a emborracharse para pasar el tiempo con los tontos», parece ser que fue lo que dijo Hemingstein tras el agasajo, una vez hubo dormido la mona. En realidad, hasta entonces, Hemingway había sido señalado por los izquierdistas como un hombre sin conciencia social.

—Eso no es bueno. Cuando alguien deja de creer en la justicia social, empieza a creer en casi todo —le había dicho en el Sloppy Joe´s la hija del ginecólogo, aquella rubia de cabellos largos que respiraba su aliento hasta ponerle en el compromiso.

—No me tientes —dijo él—, no me abras perspectivas —siguió diciendo, después de una pausa.

Todas las noches le pide que se case con él y todas las mañanas le dice que no era eso lo que quería decir. El profesor Hemingstein llegaba a ser tan espantoso cuando se mostraba bueno como entrañable cuando bebía; tan jodidamente mágico que era imposible imaginarlo muerto. Por esto último, a todas partes donde fuese en guerra, le seguía una legión de hombres, mujeres y niños. Un gigante de aspecto extranjero que había cubierto la victoria republicana en Brihuega y Guadalajara, un experto en temas militares que —habiendo inspeccionado las defensas de Madrid y encontrándolas adecuadas— había asegurado que el general Franco nunca tomaría la capital.

Aunque la verdad en la vida y la verdad en la literatura nunca fueron idénticas, el profesor Hemingstein se empeñó en identificarlas en cada uno de sus actos siempre y cuando hubiese alguien delante. Con todo, más que mostrar, lo que hacía era conseguir que su personalidad fuese una obra maestra de la ocultación donde siempre ocultaba lo más importante, es decir, la parte del hielo que reside en su base.

Con frialdad encubierta, el profesor actuaba como si solo la muerte pudiera alterar los cálculos sobre el mapa. Baste recordar que, después de que una granada alcanzase el techo, se sacudió el polvo de los hombros renunciando a la inocencia por un instante, igual que si el capitán del Titanic hubiese dicho: «No se alarmen, no teman, solo hemos parado un momento a coger hielo».

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2 Comentarios

  1. Jesús Iribarren

    Hemingway es infinito, cada mes aparecen ensayoe sobre él en El País, esquire, etc. incluso se le daba por muerto literariamente, recuerdo a Ray Bradbury quejándose de que en la adolescencia lo obligaban a leer Por quien doblan campanas, lo cierto es que algo debe tener, porque se lee de eso no cabe duda, yo tengo algunos cuentos suyos prologados por García Marquez, libros de reportajes, artículos sobre pesca, se lee con deleite siempre, si acaso lo que nunca me gusto de él fue aquel cuento sobre el arrogante y fanfarrón piloto de avión Nacionalista de farra en territorio Republicano que fue chivateado sin misericordia (¿por Hemingway?) y mandado al paredón. A la fecha no entiendo el código moral de ese cuento.

  2. antonio requena

    Buen artículo. Muchas gracias

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