¡Volvió la filosofía -política- en chancletas!: Jean Jacques Rousseau y un libro que cambiaría el mundo…

16 Sep

 

EL CONTRATO SOCIAL

o Principios del Derecho Político

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Jean-Jacques Rousseau

-1762-

 

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Traducción, estudio preliminar y adaptación al castellano: María José Villaverde
©Editorial Tecnos S.A; 1988.   ©Por la traducción: Editorial Tecnos S.A.   ©Por el estudio preliminar: María José Villaverde, 1988
 ©Por esta edición:  Ediciones Altaya S.A; 1996
ISBN Obra completa: 84-487-0119-4///ISBN: 84-487-0121-6

 

 

 

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LIBRO CUARTO

Capítulo VIII

De la religión civil

 

 

       Los hombres no tuvieron al principio más reyes que los dioses,  ni más gobierno que el teocrático.  Hicieron el razonamiento de Calígula,  y entonces razonaron correctamente.  Es necesario un profundo cambio de sentimientos e ideas para decidirse a tomar a un semejante por señor y jactarse de que de este modo se encontrará uno bien.  Al colocar a Dios al frente de cada sociedad política,  resultó que hubo tantos dioses como pueblos.  Dos pueblos extranjeros,  y casi siempre enemigos, no pudieron reconocer durante muchos tiempo a un mismo señor;  los ejércitos que se combaten no pueden obedecer al mismo jefe.  Así,  de las divisiones nacionales resultó el politeísmo,  y de éste la intolerancia teológica y civil,  que naturalmente es la misma,  como se demostrará a continuación.  La manía de los griegos por reconocer a sus dioses entre los pueblos bárbaros provino de que se consideraban también soberanos naturales de estos pueblos.  Pero hoy en día es una erudición muy ridícula el tratar de descubrir la identidad de los dioses de las diversas  naciones.  ¡Como si Moloch,  Saturno y Cronos pudiesen ser el mismo Dios!.  ¡Como si el Baal de los fenicios,  el Zeus de los griegos y el Júpiter de los latinos pudiesen ser el mismo!.  ¡Como si pudiesen tener algo en común seres quiméricos que llevan diferentes nombres!. Si se me preguntase por qué no había guerras de religión en el paganismo,  en el que cada Estado tenía su culto y sus dioses,  contestaría que por la misma razón que cada Estado,  al tener un culto y un gobierno propios,  no distinguía sus dioses de sus leyes.  La guerra política era también teológica:  las competencias de los dioses estaban,  por decirlo así,  determinadas por los límites de las naciones.  El dios de un pueblo no tenía derecho alguno sobre los demás pueblos.  Los dioses de los paganos no eran codiciosos:  se repartían entre ellos el imperios del mundo;  el mismo Moisés y el pueblo hebreo compartían a veces esta idea al hablar del dios de Israel.  Consideraban ciertamente como inexistentes a los dioses de los cananeos,  pueblos proscriptos dedicados a la destrucción,  y cuyo lugar debían ellos ocupar, pero observad cómo hablaban de las divinidades de los pueblos vecinos,  a los que les estaba prohibido atacar:  «La posesión de lo que pertenece a Chamos,  vuestro dios -decía Jefté a los amonitas-, ¿no os es legítimamente reconocida?.  Nosotros poseemos, con el mismo título,  las tierras que  nuestro dios vencedor ha conquistado».   Esto implicaba,  creo yo,  una reconocida paridad entre los derechos de Chamos y los del dios de Israel.  Pero cuando los judíos,  sometidos a los reyes de Babilonia,  y más tarde a los reyes de Siria,  se obstinaron en no reconocer más dios que el suyo,  esta negativa,  considerada como una rebelión contra el vencedor,  les atrajo las persecuciones que se leen en su historia, y de las cuales no existe otro ejemplo antes del cristianismo.  Estando, pues, cada religión unida únicamente a las leyes del Estado que la prescribe,  no había otra manera de convertir a un pueblo que la de someterlo,  ni existían más misioneros que los propios conquistadores;  y siendo ley de los vencidos a la obligación de cambiar de culto,  era necesario comenzar por vencer antes de hablar de ello.  Lejos de combatir los hombres por los dioses, eran los dioses, como en Homero,  los que combatían por los hombres;  cada cual pedía al suyo la victoria y la pagaba con nuevos altares.  Los romanos,  antes de tomar una plaza, conminaban a los dioses de ésta a abandonarla,  y cuando permitían a los tarentinos conservar a sus dioses irritados es porque consideran que estos dioses estaban sometidos a los suyos y obligados a rendirles homenaje.  Dejaban a los vencidos sus dioses como les dejaban sus leyes.  Una corona al Júpiter del Capitolio era con frecuencia el único tributo que les imponían.  Finalmente,  al propagar los romanos su culto y sus dioses junto con su imperio,  y habiendo adoptado con frecuencia ellos mismos los de los vencidos,  y concedido a unos y a otros el derecho de ciudadanía,  los pueblos de este vasto imperio halláronse insensiblemente con multitud de dioses y de cultos,  que eran los mismos aproximadamente en todas partes;  y he aquí cómo el paganismo no fue finalmente en el mundo conocido sino una sola y misma religión.  Fue en esas circunstancias cuando Jesús vino a establecer sobre la tierra su reino espiritual;  lo que, separando el sistema teológico del político, hizo que el Estado dejase de ser uno, y originó divisiones intestinas que jamás han dejado de agitar a los pueblos cristianos.  

 

Ahora bien, al no haber al no haber podido entender nunca los paganos esta idea nueva de un reino del otro mundo, miraron siempre a los cristianos como verdaderos rebeldes, que, bajo una hipócrita sumisión,  no buscaban más que el momento de hacerse independientes para usurpar hábilmente la autoridad que fingían respetar en su debilidad.  Tal fue la causa de las persecuciones.  Lo que los paganos habían temido ocurrió.  Entonces todo cambió de aspecto;  los humildes cristianos cambiaron de lenguaje,  y pronto ese pretendido reino del otro mundo se convirtió,  en éste,  bajo un jefe visible, en el más violento despotismo.  Sin embargo,  como siempre ha habido un príncipe y leyes civiles,  de este doble poder ha surgido un perpetuo conflicto de jurisdicción, que ha hecho imposible la existencia de una buena organización de los estados cristianos,  y jamás se ha llegado a saber a cuál de los dos había que obedecer,  si al señor o al sacerdote.  Algunos pueblos,  sin embargo, incluso en Europa o en su vecindad,  han querido conservar o restablecer el antiguo sistema,  pero sin éxito;  el espíritu del cristianismo lo conquistó todo.  El culto sagrado ha permanecido siempre,  o se ha convertido de nuevo en independiente del soberano,  y sin unión necesaria con el cuerpo del Estado. Mahoma tuvo miras muy sanas:  trabó bien su sistema político y mientras subsistió la forma de su gobierno bajo los califas, sus sucesores,  este gobierno permaneció unido,  pero cuando los árabes se convirtieron en prósperos,  cultos,  corteses,  blandos y cobardes,  fueron sojuzgados por los bárbaros,  y entonces la división entre los dos poderes volvió a comenzar.  Aunque esta dualidad sea menos aparente entre los mahometanos que entre los cristianos,  se encuentra en todas partes,  sobre todo en la secta de Alí,  y hay estados,  como Persia,  donde no deja de hacerse sentir.  Entre nosotros,  los reyes de Inglaterra se han constituído en jefes de la Iglesia;  otro tanto han hecho los zares,  pero con este título se han convertido no tanto en sus señores como en sus ministros:  no han adquirido tanto el derecho de cambiarla como el poder de sostenerla.  No son legisladores,  sino sólo príncipes.  Donde quiera que el clero constituye un cuerpo,  es señor y legislador.  Hay, pues,  dos poderes, dos soberanos en Inglaterra y en Rusia lo mismo que en otras partes.

 

De todos los autores cristianos,  el filósofo Hobbes es el único que ha visto bien el mal y el remedio;  y que se ha atrevido a proponer reunir las dos cabezas del águila, y reducir todo a unidad política,  sin lo cual jamás habrá Estado ni gobierno bien constituído.  Pero ha debido darse cuenta de que el espíritu dominador del cristianismo era incompatible con su sistema,  y que el interés del sacerdote sería siempre más fuerte que el del Estado.  Lo que ha hecho odiosa su política no es tanto lo que hay de horrible y falso en ella como lo que encierra de justo y cierto.  Yo creo que desarrollando,  desde este punto de vista,  los hechos históricos,  se refutarían fácilmente las opiniones opuestas de Bayle y de Warburton.  Uno de ellos pretende que ninguna religión es útil para el cuerpo político,  mientras que el otro sostiene,  por el contrario,  que el cristianismo es su más firme apoyo.  Se podría demostrar al primero que jamás fue fundado un Estado sin que la religión le sirviese de base,  y al segundo que la ley cristiana, es, en el fondo,  más perjudicial que útil para la constitución del Estado.  Para terminar de aclarar mi posición,  sólo hace falta precisar un poco más las ideas demasiado vagas relativas al asunto.  La religión,  considerada en relación con la sociedad, que es general o particular, puede también dividirse en dos clases, a saber:  la religión del hombre y la del ciudadano.  La primera,  sin templos, sin altares,  sin ritos,  limitada al culto puramente interior del Dios Supremo y a los deberes eternos de la moral,  es la pura y simple religión del Evangelio,  el verdadero teísmo y lo que se puede llamar el derecho divino natural.  La otra, inscrita en un sólo país,  le proporciona sus dioses,  sus patronos propios y tutelares;  tiene sus dogmas,  sus ritos y su culto exterior,  prescripto por leyes.  Exceptuando la nación que le rinde culto,  todo es para ella infiel,  extraño,  bárbaro;  sólo extiende los deberes y los derechos del hombre hasta donde llegan sus altares.  Así fueron todas las religiones de los primeros pueblos a las que se puede dar el nombre de derecho divino, civil o positivo. Existe una tercera clase de religión, más rara,  que al dar a los hombres dos legislaciones, dos jefes, dos patrias,  los somete a deberes contradictorios y les impide ser a la vez devotos y ciudadanos: se trata de la religión de los lamas (Nota by Princess; alude al budismo), la de los japoneses,  y el cristianismo romano.  A esta última se la puede llamar la religión del sacerdotes;  de ella resulta un tipo de derecho mixto e insociable que no tiene nombre.  Considerando políticamente estas tres clases de religiones,  las tres tienen defectos.  La tercera es tan evidentemente mala que es perder el tiempo distraerse en demostrarlo:  Todo lo que rompe la unidad social no tiene valor alguno.  Todas las instituciones que ponen al hombre en contradicción consigo mismo no sirven para nada…

 

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by Princess, su Valquiria filósofa de barrio...

      by Princess, su Valquiria                    filósofa de barrio

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