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Columna
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Grandeza

El Ébola mata de una manera horrible. Creo que es la pandemia que más se puede parecer a la mítica Peste Negra de 1348, por sus elevadísimos índices de mortalidad y de contagio

Rosa Montero

El ébola mata de una manera horrible. Creo que es la pandemia que más se puede parecer a la mítica peste negra de 1348, por sus elevadísimos índices de mortalidad y de contagio, por lo fulminante (acaba contigo en una o dos semanas), por su crueldad: los enfermos revientan de sangre. Los primeros brotes de ébola aparecieron en 1976: es un espanto reciente. Pues bien; en hospitales africanos ruinosos, abarrotados y mal abastecidos, centenares de hombres y mujeres, médicos y enfermeros, se dedican a cuidar abnegadamente a los infectados, arrostrando el riesgo espeluznante de contraer el virus ellos mismos. Cosa que sucede a menudo. Yo no sé si sería capaz de hacerlo. A mí me aterraría.

Hace 14 años recorté un reportaje del EPS sobre un médico ugandés, Matthew Lukwiya, que murió en diciembre de 2000, a los 43 años, tras luchar contra la epidemia de ébola. Probablemente fuera el primer doctor que falleció contagiado (enfermeros hubo antes, como Simon Ajok). Desde entonces ha habido muchos más. Gente joven y preparada que podría estar trabajando en París o Nueva York y que escogen combatir por la vida en esos sangrientos mataderos. Ahora acaba de fallecer otro destacado médico en Liberia, Samuel Brisbane; en junio murió Sam Motooru, en Uganda. Y hay otros dos doctores y una ayudante infectados y luchando por su vida: los estadounidenses Kent Brantly y Nancy Writebol (Liberia) y Umar Khan (Sierra Leona). Escribamos sus nombres como humilde homenaje. Porque estos guerreros no sólo salvan literalmente miles de vidas y dificultan el avance de esta pesadilla, sino que además, con su ejemplo, convierten el mundo en un lugar habitable. Contra la mezquindad de, pongamos, la familia Pujol, toda esta grandeza es el contrapeso que nos devuelve la esperanza en el ser humano.

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