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Lo que un librero soporta

¿Quién piensa en los libreros cuando va a una Feria del Libro? 

Publicado: 2014-07-24

Ir a la Feria del Libro supone asistir a la parafernalia de las librerías, descubrir nuevos autores, ir a las presentaciones, encontrarse con conocidos, comprar libros que posiblemente nunca leeremos. Sin embargo, pocas veces pensamos en los libreros, ni nos fijamos en su cansancio, en su rostro de monotonía viendo la gente pasar u hostigados de preguntas por tal o cual libro.  

El objetivo de un librero en la feria es básicamente vender, aunque siempre es loable cuando se entabla una conversa con algún cliente interesado en un tema específico, si bien los más ni responden el saludo y te dejan con la palabra en la boca. Y, cosa curiosa, es ese mismo cliente el que te desordena todo el puesto, toda la torre que armaste esmeradamente. 

Sí, hay que aceptarlo, nada peor para un librero que andar ordenando todo el caos que más de un comensal hace en la búsqueda de “LA OFERTA”, tratando a los libros como despojos, tirándolos por aquí o por allá, arrugando las bolsitas o ensuciando los lomos, para al final no comprar nada.

Se trata de algo solo comparable al intento por evitar a los choros, pues luego el libro robado se lo descuentan al librero que, en su atención, no pudo darse cuenta de la mano que, avezada, se llevaba un ejemplar para nunca más devolverlo.

Siguiendo con el objetivo de las ventas se tiene que recurrir a más de un recurso para llamar la atención, y no hay nada peor que usar un uniforme con el logo de la librería, de preferencia de un color incandescente (ya sea una camisa o un chaleco). A esto se suma las horas de la jornada: más de un librero envidia a aquellos que sí pueden sentarse en su banquita, sobretodo aquellos que están obligados a estar de pie, adoloridos, mientras el tiempo pasa tan lento, como en agonía lenta.

Lo que para el público es una fiesta, se torna una película de terror para los libreros que los fines de semana se ven expuestos a compradores que, conglomerados, se desbordan, exigen descuento, se amargan con la cajera si el sistema POS se cayó. Es inevitable que en uno de esos días los clientes entren en desesperación y que los libreros tengan que cargar con esa especie de locura colectiva.

Todo esto hace que la hora del almuerzo sea bendecido, 60 minutos de alivio, no importa si tiene que comer apurado o que te haya tocado ir al último. Luego nada mejor, para los afortunados, que la llegada del lonche (aunque sea tu pan con mitad de jamonada, pues en la noche cualquier cosa es buena, aunque en media mordida alguien te pregunte por un libro de autoayuda).

Cuando una feria acaba los clientes desaparecen y van a sus casas, contentos con alguna primera edición o buena rebaja, pero al librero le toca desarmar el stand a volandas, meter todos los libros en cajas, cotejar que no se perdió ninguno, cargar las cajas al peso y un largo etcétera más. 

A esas horas nadie piensa en los libreros, en muchas preguntas absurdas que tienen que responder, en el temor que le toque el billete falso, en los nervios que le invaden cuando le piden un libro que no encuentra y luego tiene que explicarle al cliente -que casi nunca entiende- que el libro no está, que disculpas...

La próxima que vaya a cualquier feria tenga un poco más de consideración con el librero que lo atiende...


Escrito por

Christian Elguera

Escritor y corresponsal de literaturas indígenas en Latin American Literature Today


Publicado en

Redacción mulera

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