Ser vendedor ambulante es tan jodido como parece

FYI.

This story is over 5 years old.

Cultură

Ser vendedor ambulante es tan jodido como parece

Estuve dos días completos vendiendo cigarrillos y chicles en la carrera 13 y esto fue lo que aprendí en el proceso.

El primer día que uno sale a la carrera 13, armado de uno de esos carritos repletos de cigarrillos y chicles, con la firme intención de levantarse unos pesos, el cuerpo y la mente pasan por una sucesión de estados. El primero es uno de alerta absoluta. El esfuerzo de empujar un carrito de mercado destartalado, cargado con varios kilos de mercancia, más el parasol, más los plasticos que van a cubrir la mercancía de la lluvia, y el hecho de tener que hacerlo por las congestionadas calles de Chapinero, me puso el corazón a mil. Para cuando llegué a la carrera 13 ya no tenía frío, el fin de semana parecía un recuerdo lejano y mis ojos buscaban frenéticamente el lugar apropiado para ubicar mi carrito, mejor conocido como chaza. Obviamente el lugar que uno escoja debe tener un flujo considerable de gente, sin estar demasiado cerca a la entrada de algún banco o almacén de cadena ni mucho menos al frente de una cigarrería o del puesto de un colega 'chacero', ya que nadie aprecia ese tipo de canibalismo. De todas formas, la acera está llena de pequeños rectángulos de espacio público que están ahí, esperando a ser usufructuados por ti o por el siguiente avivato.

Publicidad

Según Jorge Pulecio, quien entre 2012 y 2013 fue director del Instituto para la Economía Social (IPES), la entidad que se encarga de censar, regular y hacer política pública para los vendedores informales de Bogotá, existen mafias que se encargan de asignar, hacer respetar y cobrar una cuota por el derecho a usar estos espacios. Pero a falta de una persona vestida con un chaleco reflectivo, sosteniendo un letrero que dijera "ACOMODADOR DE VENDEDORES AMBULANTES", me decidí por una franja vacía de un metro de ancho ubicada entre el Only de la calle 60 con carrera 13 y una tienda de Claro.

Apenas eran las 10:00 a.m. y, sentado junto a mi chaza sobre una silla Rimax, la avenida más agitada de Chapinero ya se veía como un océano de oportunidades. Casi podía escuchar el tintineo de las monedas en los bolsillos de la gente que iba y venía por la acera. Solo era cuestión de hacerlas llegar hasta la caja de bocadillos vacía que había reservado para depositar mis ganancias. En la ciudad, el dinero siempre está ahí, es cuestión de ponerle la trampa.

Ferssen me explica sus precios, algunas cosas las vende más baratas que la competencia porque a él "no le gusta ser usurero".

Si así lo sentí yo, que he caminado por esa misma calle al menos una vez por semana durante los últimos 5 años, no me imagino cómo lo siente un verdadero novato, alguien que nunca haya cruzado un puente peatonal ni haya sentido mil pitos tronar cuando cambia esa lámpara triple que llamamos semáforo.

"Si usted es un desplazado que llega a Bogotá, esa noche algún conocido o un familiar de un familiar lo recibe en una casa en Ciudad Bolívar y ese mismo día, a las 4:00 a.m., usted está en Corabastos. Allá lo van a llevar donde un tipo que le va decir: ' Tome 100 mil pesos. Vaya compre tomate, mandarina, aguacate fresas, lo que quiera. Véndalos en aquella esquina y lo espero esta tarde aquí con 120 mil pesos' . El tipo los vende, paga y, con los 30 mil pesos que le quedan, se mantienen él y su familia", me dijo Pulecio unos días antes de salir con mi chaza. "Vender en la calle es para mucha gente su primer contacto con Bogotá. Esos prestamistas, los demás vendedores y, sobre todo, las cosas que van viendo y aprendiendo en la calle son su cartilla para aprender a ubicarse y moverse en esta selva que es la ciudad".

Publicidad

Tras dos horas completas sentado junto a mi carrito, solo había vendido 2 cigarrillos, 1 chicle y una llamada a celular. Total: mil pesos vendidos.

En ese momento se llega al segundo estado: la ansiedad.

Aun cuando yo no me estaba jugando el sustento ni tenía que pagarle plata a un tipo aterrador que me esperaba en la plaza de mercado listo para romperme las piernas, yo sí había hecho una inversión para estar aquí sentado.

Me había comprometido a pagarle a Ferssen, un chocoano de 71 años, 50 mil pesos diarios por el alquiler de su carrito ambulante. Ferssen, quien de lunes a viernes entre 9:00 a.m. y 6:00 p.m. monta su carro en la calle 65 con séptima, vende a diario entre 40 y 60 mil pesos a punta de chicles, cigarrillos, Bom Bom Bunes, uno que otro Chocoramo y, excepcionalmente, una botella pequeña de Big Cola.

"El primer día que yo salí a vender a la calle, hice 13 mil pesos", me dijo el chocoano la primera vez que hablamos. Ese día, el anciano negro no estaba frente a su chaza, se refugiaba del sol picante de la tarde bajo la carpa de un restaurante cercano . "Aquí no voy a durar ni tres semanas, pensé. ¡Pero vea, ya tengo aquí 3 años vendiendo!".

Según Ferssen, quien siempre trabaja vestido de saco y corbata, el secreto está en haberse ganado una clientela. Y probablemente sea cierto. Su carro no es el mejor surtido, tampoco es el vendedor que más temprano llega, ni tampoco el último en irse, y sus precios no son mejores que los de la tienda que está a unos 50 metros del puesto en el que se sienta. Pero la mayoría de los oficinistas que trabajan en el enorme edificio de la calle 64 con Séptima lo conocen, lo saludan y le compran alguna cosa.

Publicidad

No aspiraba a vender lo mismo que el encorbatado y simpático chocoano, pero al menos esperaba hacer dinero suficiente para pagar mi almuerzo, el de Copo (un amigo que me acompañó en mi primer día y al cual llamo así por la forma de su cabeza) y los 2.500 pesos que tendría que pagarle al final del día a una señora que presta su patio en la calle 63 con Octava para que los chaceros guarden sus carros durante la noche.

Ya casi era mediodía y seguía lejos de la meta. Acordamos con Copo lo siguiente: vender 40 mil pesos de mercancía habría sido un éxito, 30 mil aceptable. Pero los mil pesos que teníamos en la caja eran una vergüenza. Por eso decidimos mover el carro (junto con la silla y el agujereado parasol que venía con ellos) unos metros más al norte, a la esquina de la calle 60 con carrera 13.

Aquí es donde duermen las chazas.

Allí conocí el tercer estado: la frustración.

Tras unos 40 minutos en los que vendí más que en toda la mañana, una señora llego a la esquina empujando un carro de arepas.

—Córrase porque yo siempre me hago ahí a vender mis arepas.

Ese fue el saludo que recibí de mi colega. Otra, que estaba vendiendo camisas bufandas y pantuflas frente al Spring Step de la 60 con 13, corroboró lo dicho por la primera. Por respeto a un código que desconocía, pero que podía intuir, cedí mi lugar. Sin embargo, le pedí a la señora de las arepas que me dejara poner mi carro junto al suyo, ya que, a mi juicio, arepas, chicles y cigarrillos son productos complementarios. La que vendía pantuflas interrumpió de inmediato: "No, no,no. Toca que coja pa' otra parte porque o si no hacemos mucho bulto y aquí la gente del almacén nos echa a la Policía".

Publicidad

Los egresados de la carrera de comunicación social, salimos a llevarnos el mundo por delante.

Con la ayuda de Copo empujé mi carrito hasta la calle 58 con 13. Me estaba instalando, cuando el vigilante de un banco me advirtió que en ese lugar no estaba permitido vender. Me hice el loco y, 5 minutos después, un policía llegó en moto y me ordenó empacar mis cosas.

—¿Si aquí no, entonces dónde? —le pregunté al policía.

—Yo no sé hermano, por allá arriba o más al sur, pero aquí no me va a montar ese carro —respondió.

Seguimos con "ese carro" hacia el sur y decidimos ocupar un poco de espacio público justo en frente de la Secretaría de Hábitat, en la calle 53 con 13. Una vendedora, de esas que ya tiene su propio kiosco de acero inoxidable, con un amplio surtido, varios celulares, y hasta una pequeña fotocopiadora, me advirtió que de ahí la Policía me iba a sacar. Alcancé a vender unos 5 cigarrillos antes de que sucediera.

En contra de las advertencias de un vendedor canoso, que vestía una chaqueta roja del IPES, puse mi puesto en la esquina de la 51 con 13. El viejo me dijo que en esa cuadra no permiten vendedores ambulantes. Vendí unos dos mil pesos entre cigarrillos y chicles antes de que el dueño de la cigarrería frente a la cual me había instalado se percatara de que nuestros negocios no eran para nada complementarios.

En la ciudad, el dinero siempre está ahí, es cuestión de ponerle la trampa.

Cerré la caja y seguimos empujando el carrito hacia el sur. En un punto nos encontramos con un desnivel que era demasiado alto para las ruedas de un carrito de mercado. Con la ayuda de un indigente, superamos el obstáculo. Luego, vi una oportunidad de oro en la calle 48 entre Caracas y 13: frente a la entrada lateral de la Universidad Católica estaba parqueada una chaza solitaria. "Donde come uno, comen dos", me dije a mí mismo, mientras abría la tapa de mi carrito junto a la salida de la universidad. De inmediato la competencia, materializada en forma de una señora cincuentona, gorda y con las mejillas manchadas, se acercó:

Publicidad

—Haga el favor y se hace en otra parte porque aquí solo dejan poner una chaza y si ven más, la universidad nos echa a la Policía.

—Pero señora déjeme trabajar, aunque sea un rato.

—No, no, no. No dejan.

—Señora son las 3:30 p.m. Déjeme trabajar hasta las 4:30 p.m. y me voy.

—No, no, no. Haga el favor, haga el favor.

La señora volvió a su puesto, repitiendo: "Haga el favor, haga el favor…".

A las 4 p. m. en punto un tipo bajito y moreno, que usaba anillos de acero sin pulir y vestía un chaleco reflectivo, se acercó a mi puesto:

—¿Usted es el dueño de este negocio, pá?

—Sí.

—Venga le digo pá, lo que pasa es que aquí solo dejan poner una chaza. Si llegan más, dicen que nosotros somos los que los estamos trayendo, llaman al camión y nos cargan a todos. Entonces toca que arranque para otra parte, ¿bueno?

—¿Y dónde me puedo hacer?

—Yo no sé, en la esquina o más adelante. Pero aquí no se puede.

En ese momento, conocí el cuarto estado: la curiosidad saludable.

Comprendí que la calle, como cualquier ecosistema, tiene una capacidad de carga determinada. En la naturaleza esta capacidad se define por la cantidad de recursos disponibles para sostener a la población. En la calle, por una tensa relación entre vendedores, policías, comerciantes y celadores. Hay espacio, mercado y permiso para cierta cantidad de vendedores por cuadra y es tarea de todos mantener ese delicado balance . La calle no es de todos, es de los que llegaron primero, del que es amigo del Policía o del que le regala un cigarro al cela.

Publicidad

Me fui entonces a la esquina de la 48 con 13. Con la ayuda de Copo dedujimos una fórmula macabra que rige el mercado ambulante: a mayor estorbo, mayores ventas. Entre más incomode tu chaza el paso de los peatones, más lento pasan, más visibles son tus productos y más probable se hace que te compren algo.

En esta esquina los estudiantes tenían que rodear el puesto para avanzar por los escasos centímetros de acera que les dejamos. Sin querer, el tipo de los anillos nos había hecho un favor y la cajita de bocadillos se iba llenando de monedas ante la mirada impotente de la competencia.

"La envidia es una de las cosas más jodidas de vender en la calle", me había dicho unos días antes Félix Palacios, vocero de los vendedores de Chapinero. Félix es un tipo moreno, corpulento, de ojos pequeños y voz gruesa, quien, a pesar de solo haber estudiado hasta quinto de primaria, partió en dos la historia de los vendedores ambulantes en Bogotá.

En diciembre de 2002, mientras vendía perros calientes en el Parque Nacional, Félix vivió la pesadilla de cualquier vendedor ambulante: la Policía incautó su carro y lo montó al temido camión de estacas. Según Palacios, allí fue golpeado y luego fue retenido en la UPJ, de donde salió 24 horas después. El cilindro de gas con el que cocinaba y su parasol desparecieron.

La diferencia entre Félix y los demás vendedores que han recibido el mismo trato es que él consiguió un abogado y puso una tutela. En septiembre de 2003 la Corte Constitucional emitió la sentencia T-772. Para la Corte, el caso de Félix ilustraba el conflicto entre dos derechos pertenecientes a la totalidad de la ciudadanía: movernos por el espacio público y trabajar. Considerando que el trabajo dignifica, llena de propósito la vida y además da platica, la Corte decidió que el derecho a trabajar de los vendedores primaba sobre el derecho a transitar por la calle. A partir de esta sentencia, la Policía no puede andar levantando a los vendedores así como así. En teoría el fallo obliga a la Alcaldía a ofrecer una alternativa laboral a un vendedor antes de removerlo del espacio público. En teoría… La alternativa puede ser un local para desarrollar su negocio o, mejor, un trabajo estable.

Publicidad

La calle no es de todos, es de los que llegaron primero, del que es amigo del Policía o del que le regala un cigarro al cela.

De vuelta a la esquina de la Universidad Católica, y tras 10 minutos de dicha, estorbo, derechos en conflicto y unas palabras de la competencia con los vigilantes de la Universidad Católica, estaba cerrando mi puesto de nuevo. Nos fuimos a la acera opuesta, donde la cosa no estuvo nada mal. Allí nos quedamos sin ningún inconveniente hasta las 6:45 p.m.. Cerramos el día con 16 mil pesos en la caja de bocadillos, suficiente plata para pagar las empanadas que almorzamos, el parqueadero y hasta unas polas.

Antes de salir a la calle con mi carrito me habían prevenido acerca de las mafias del espacio público. No solo es Pulecio quien habla acerca de ellas, sino también Mauricio Jaramillo, alcalde local de Chapinero, Camilo Gómez Castro, actual director del IPES, y hasta Félix Palacios, vocero de los vendedores ambulantes de Chapinero. "Hay tres posiblidades", me dijo Félix cuando nos reunimos en una cafetería del centro. "La primera es que usted se siente ahí a vender y nadie le diga nada. Eso es casi imposible. La segunda es que lo echen y la tercera es que le ofrezcan quedarse a cambio de plata".

Sin embargo, nadie vino a pedirme plata durante dos días completos de estar vendiendo en una de la avenidas más transitadas de Bogotá. Nadie me amenazó ni me prohibió vender en la calle. Me dijeron, eso sí, que solo no en ESTA calle, que de pronto mejor en ESA o AQUELLA. "Otra cosa hubiera sido si se mete a vender a la Zona T o la 72 con novena", me dijo el alcalde local de Chapinero.

Publicidad

Ferssen me dice que él nunca le ha pagado a nadie por trabajar en su esquina y que heredó el puesto de una conocida que enfermó y luego murió. Hace poco el hijo de otro chacero le ofreció 350.000 pesos por el puesto y no hubo problemas cuando Ferssen rechazó la oferta.

En mi segundo día como vendedor ambulante empujaba mi carro solo por la 13, cuando vi a un tipo vendiendo en el mismo lugar del que la Policía y los vigilantes del banco me habían sacado 24 horas atrás:

—¿Cómo hizo?

—Nada, a uno ya lo conocen en la calle y ahí se va acomodando donde no lo molesten.

—¿Y hay que darle plata a alguien para que no lo jodan a uno?

En ese momento el tipo agachó la cabeza y se quedó mirándose las uñas.

—No, nada. Ahí uno va viendo dónde es que puede hacerse.

Encontré ocupado mi lugar en la 48 con 13, así que abrí mi puesto unos metros más adelante, llegando a la calle 49 y a unos 10 metros de un kiosco de acero. Tras un par de horas, el amable viejo pastuso que atendía el kiosco me preguntó si era nuevo en esto, me advirtió que en algún momento, si no hoy, al menos sí en una semana, la Policía me iba a sacar del lugar en el que estaba. Luego me sugirió algunas esquinas que estaban disponibles y me invitó a unirme a la Federación de Colectivos de Comerciantes Informales. Según Carlos Mendoza, asesor de la Alcaldía de Chapinero, algunas asociaciones de vendedores podrían ser una de las fachadas que han tomado las mafias del espacio público.

Publicidad

¿Qué tanto poder tienen estas mafias y cómo lo consiguieron? ¿Quiénes son y dónde se ocultan? ¿Será que los dirigentes políticos llaman mafia a toda organización que ocupa los vacíos que ellos dejan? ¿Acaso los periodistas tildamos de mafia a todo aquello que no queremos o no podemos entender?

Lo cierto es que hay un malentendido enorme entre quienes hablan acerca de vendedores ambulantes (incluyendo a su vocero, Félix) y lo que se siente en la calle. Mientras unos hablan de una población vulnerable, empujada a la informalidad y luego explotada por una mafia, los vendedores forman parte de una comunidad de lazos estrechos que parece disfrutar de su independencia y sentirse orgullosa de hacer brotar dinero en la esterilidad de la acera.

¿Será que los dirigentes políticos llaman mafia a toda organización que ocupa los vacíos que ellos dejan?

De poco ha servido el fallo de la Corte Constitucional de hace doce años. Aun si hubieran creado puestos estables para todos, es muy probable que los ambulantes los hubieran rechazado. "Nosotros ofrecemos un trabajo que paga el mínimo y muchos de ellos se ganan dos y hasta tres mínimos". Los locales que les han ofrecido como alternativa tampoco han funcionado de a mucho: según Félix Palacios, en el pasado les han ofrecido locales sin servicios públicos o escondidos en los bloques más remotos de San Andresito. De acuerdo con Carlos Mendoza, asesor de la Alcaldía Local de Chapinero, el problema radica en que existen pocos incentivos para formalizarse: "Digamos que usted tiene un puesto de arepas en la calle. Usted cada noche se está yendo a su casa con plata en el bolsillo y así se mantiene. Mientras que el tipo que tiene un restaurante tiene que pagar impuestos, servicios, hacer facturas. Si quiere contratar a un empleado le toca pagar seguridad, afiliarlo a una ARL y una cantidad de cosas. Entonces cuando el Distrito le ofrece un local usted dice: 'No, gracias'".

Publicidad

"Yo aquí estoy contento", me decía Ferssen antes de prestarme su carrito, "soy independiente, abro cuando quiero, y, como no bebo ni soy vicioso, me da para vivir tranquilo. Un hermano mío hace poco abrió un restaurante. Le pidió plata prestada a un gota a gota y ahora no tiene cómo pagar y está metido en problemas. A mí nunca me ha pasado eso".

De hecho, los vendedores ambulantes no necesariamente son pobres. Un censo realizado en 2013 por la Alcaldía Local de Chapinero reveló que de los 2.400 vendedores ambulantes que hay en la localidad, un 28% tiene al menos un bien inmueble, un 70% tiene al menos un automotor (la mitad de estos son motos) y, en algunos casos, algunos tienen tres o cuatro bienes inmuebles.

Antes de vender en la calle, Fressen fue vendedor de electrodomésticos y cocinero. Félix tuvo un taller de carros, y mi vecino pastuso de chaza afirma haber trabajado en el Tribunal de Cundinamarca. No sé si alguno de ellos volvería a su empleo anterior si se lo ofrecieran mañana.

La mañana de mi segundo día como vendedor fue lenta y el mediodía me cogió con cero pesos vendidos. Me paseaba frente a mi puesto ansioso y con ganas de mear. Le pedí a mi vecino pastuso que le echara un ojo al carrito. Oriné en un billar y volví a mi puesto, tranquilo. Luego me escurrí en mi Rimax a ver a la gente pasar.

Ahí llegué al quinto y último estado del vendedor ambulante: la contemplación pasiva.

Relájate y disfruta.

Solo entonces entendí la verdadera naturaleza de este oficio. Vender en la calle es como pescar con caña. Es cuestión de paciencia, una apuesta a la remota intersección entre la posición del anzuelo y la trayectoria del pez hambriento. Después de las 2 p.m. la gente empezó a comprar cigarrillos, chicles y pedir llamadas de celular. A veces llegaban a mí, a veces mordían el anzuelo de mi vecino pastuso, a veces acababan por morder otro. ¿De qué dependía? De la dirección en la que vinieran caminando, de la gravedad de su adicción a la nicotina, del momento en el que se acordaran de llamar a la novia, de qué tan grave les parecía tener mal aliento. En un momento un viejo se acercó a mi puesto y compró de un golpe seis bocadillos veleños que Ferssen había dejado en el carro y que jamás imaginé vender. Entonces entendí que este oficio tiene mucho de azar y paciencia

Al igual que con la pesca, vender en la calle despierta el gusto por la contemplación pasiva. Así como quien mira durante un largo rato las olas romper contra la playa, sentí que al fin comprendía el mundo que me rodeaba. Quien mira durante horas a gente caminando por la carrera 13 también se lleva consigo una especie de hallazgo. La calle: una pasarela infinita y repetitiva de oficinistas apurados, indigentes que caminan sin rumbo y hablan solo para sí mismos, tipos casi invisibles que disparan tarjetas promocionando prostíbulos de "dos chicas x 34.000 pesos, una por 25.000 mil", niños embarrados de helado siendo arrastrados del brazo por madres de ceño fruncido y mujeres que parecen detener el tiempo y acaparar toda la energía que circula en el universo. A veces alguna me lanzaba una mirada coqueta, luego se daba cuenta de que era un chacero y alejaba la vista apenada.

Vender en la calle es como pescar con caña. Es cuestión de paciencia, una apuesta a la remota intersección entre la posición del anzuelo y la trayectoria del pez hambriento.

Con el tiempo, quienes se dedican a este oficio empiezan a parecer pescadores: la piel curtida por el viento y el sol y una mirada de paciencia infinita. Ninguno ofrece, ninguno le sale al paso a los peatones. Las ventas, como los peces, llegarán cuando lleguen. La mayoría son demasiado viejos para comprar una moto y serpentear entre al tráfico entregando paquetes, demasiado tercos y dignos para emplearse y cumplir un horario, demasiado cansados para echarse bultos al hombro o pintar paredes. Atender una chaza es un oficio hecho a su medida.

Eso no significa que sea fácil. De noche, arrastrando mi chaza de vuelta al parqueadero, sentí el rigor de este trabajo. Una de las ruedas del carrito se atascó y tuve que luchar con toda mi fuerza para que mi herramienta de trabajo andara derecha y no fuéramos los dos atropellados por los carros que venían desde atrás. En un punto metí la rueda delantera en un hueco. Parte de la mercancía y varias de mis monedas salieron volando. Mientras me agachaba a recogerlas pensé en la envidia que debe sentir un chacero cuando ve a la gente que camina por la calle sin tener que arrastrar su oficio sobre cuatro llantas destartaladas. '¿Quién elige esta vida?', pensé, 'Tiene que haber mejores maneras de ganarse 40 mil pesos al día'. Entonces un tipo que pasaba por ahí interrumpió mis lamentos:

—¿Tiene ahí un Mustang?

Recordé que en medio de toda su dureza, la ciudad siempre te dará alguna razón para seguir tirando el anzuelo.

* Este artículo fue modificado el 19 de mayo del 2016. En la versión original se citaba indirectamente a Carlos Mendoza hablando acerca de las federaciones de vendedores ambulantes. En realidad Mendoza hacía referencia a las asociaciones de vendedores ambulantes.