Tales of Mystery and Imagination

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César Mallorquí: El rebaño

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El cielo, como un paño de terciopelo negro cubierto de diamantes, se alzaba en todo su esplendor sobre las oscuras cumbres de las monta¬ñas. Por encima de los bosques y de los valles, miles de estrellas titi¬laban en el firmamento de aquella noche cristalina.
Pero había una, entre todas ellas, que no se comportaba como sue¬len hacerlo las estrellas. Se movía.
Claro que aquel objeto distaba mucho de ser una estrella. No emi¬tía luz; la reflejaba. No tenía una vasta masa: pesaba poco más de seis mil quinientos kilos. No era un objeto natural, sino artificial
A doscientos kilómetros de altura, el satélite Geosat D, puesto en órbita trece, años atrás mediante un propulsor Arianne V desde la base de Kourou, sobrevolaba el sur de Europa. Su vertical, en ese mo¬mento, se encontraba situada exactamente encima de los Pirineos.
Geosat estaba procediendo a realizar las habituales observaciones automáticas. Algunos de sus sistemas habían dejado de ser operati¬vos (no hay que olvidar que la vida prevista para el satélite era de doce años, y ya llevaba funcionando uno de más). No obstante, su órbita había entrado en una espiral descendente, que lo acercaba cada ve?, más rápidamente a la superficie de la 'tierra. De hecho, Geosat estaba condenado a una muerte tan cierta como inminente. Y es que, según el peculiar calendario de los artefactos orbitales, era un satélite viejo. Aun así, el sistema de observación, cuyas funciones, entre otras, eran el registro y proceso de datos meteorológicos, todavía con¬servaba el brío de una primera juventud electrónica.
Las cámaras de infrarrojos y Ópticas escrutaron la lejana super¬ficie de la Tierra y su inmediata troposfera. El cielo sobre la pe¬nínsula Ibérica y el sur de Francia estaba limpio de nubes. Los sistemas informáticos de Geosat midieron las temperaturas, la di¬rección de los vientos, el grado de humedad y las variaciones de las corrientes marinas en el estrecho de Gibraltar y el golfo de Vizcaya, procesaron la información y, casi instantáneamente, la transmitie¬ron por enlace, de microondas a los receptores instalados en Roble¬do de Chavela.
Pero no había nadie allí para recibir aquel torrente de datos. No había nadie en toda la superficie de la Tierra capaz de escuchar aque¬llos mensajes llovidos del cielo.
No había nadie...


Brezo soñaba con Trueno cuando unos lejanos aullidos lo des¬pertaron. Se incorporó y olfateó inquieto el aire. Era la madrugada de una clara noche de primavera y el poco viento que soplaba lo hacía en dirección al llano, impidiendo a Brezo percibir los olores de la lejana jauría.
No se trataba de lobos, por supuesto; los lobos lardarían aún va¬rios años en descender de las heladas tierras del norte para recu¬perar los bosques que en otros tiempos habían sido suyos.
Eran perros, como Brezo. Perros de las más diversas proceden¬cias que habían unido sus fuerzas para sobrevivir. Pero, a diferen¬cia de Brezo, aquellos perros hacía mucho que habían abando¬nado el regazo del Hombre. Rotos los lazos con la humanidad, aquellos animales, en otro tiempo amistosos, se habían convertido en bestias salvajes.
Las ovejas, que también habían escuchado los aullidos, se agita¬ban nerviosas. Brezo se levantó y rodeó lentamente el corral. Las ovejas se empujaban unas contra otras, amontonándose contra el fondo del cercado. Las maderas de la valla, después de tantos anos sin arreglo alguno, parecían ir a saltar en pedazos en cualquier mo¬mento. Brezo ladró un par de veces mientras correteaba nervioso rodeando el corral.
La dirección del viento cambió y, poco después, Brezo pudo per¬cibir el olor de la jauría. Eran diecinueve machos y diecisiete hem¬bras, once de ellas preñadas. El aire para un perro contiene tanta información como la luz para un humano, y aquella brisa le habla¬ba a Brezo de excitación y de lucha, de cacería y de muerte. Pero había algo más: Brezo conocía el olor de uno de los machos... No recordaba cuándo, pero sabía que alguna vez, mucho tiempo atrás, había percibido el aroma de ese animal.
Se sentó y giró la cabeza, primero en un sentido y luego en el otro. Brezo era viejo. Doce años son muchos para un perro. Los músculos ya no eran tan fuertes y la resistencia había menguado. No obstante, sus ojos conservaban la agudeza, y su olfato seguía siendo tan fino como el de un cachorro.
Conocía aquel olor. Por algún motivo lo asociaba a Trueno, el gran mastín, pero no podía recordar en qué circunstancias lo había percibido por primera vez. Y aun así, de un modo u otro, sabía que se trataba de algo importante.
Los cánticos de caza de la lejana jauría se fueron perdiendo en la distancia. Probablemente los perros, tras encontrar el rastro de alguna presa, habían iniciado la persecución. De momento el peli¬gro había pasado.
Brezo movió el rabo, ladró secamente y se tumbó frente a la puerta del corral. Antes de apoyar la cabeza en el suelo permaneció unos minutos contemplando las estrellas. Le gustaba mirarlas; ig¬noraba lo que eran, por supuesto, pero lo tranquilizaba observar sus guiños, el titileo de aquel oscuro campo de cirios.
Al cabo de un rato las ovejas se calmaron y Brezo, poco a poco, recorrió de nuevo el camino del sueño. Soñó con Rayo, su peque¬ño y vivaz maestro, y con Trueno, el titán protector del rebaño. Y soñó con los tiempos en que el pastor vivía, cuando los seres hu¬manos todavía caminaban sobre la Tierra.

Al amanecer, mientras los primeros rayos del sol comenzaban a di¬solver los jirones de niebla, Brezo inició el viejo ritual que llevaba más de diez años repitiendo. Se acercó a la puerta del corral e, incorpo¬rándose sobre las patas traseras, hizo girar con la boca el palo de ma¬dera que hacía las veces de pestillo. Pese a haberlo repetido cientos de veces, siempre se sentía orgulloso de aquel truco. Se lo había enseña¬do, como casi todo. Rayo. Y Rayo lo había aprendido del pastor.
Tras destrabar la puerta, Brezo la abrió, tirando de ella con la boca. Luego se introdujo en el corral y se puso a correr de un lado a otro, ladrando nervioso y lanzando mordiscos a la lana de los pe¬rezosos animales. Las ovejas, siempre extremadamente limitadas, se mostraban particularmente estúpidas por las mañanas.
Diez minutos después, el rebaño se encontraba fuera del cercado, y Brezo comenzaba a dirigirlo por el camino de la montaña. Las nie¬ves de los niveles más bajos se habían fundido, y en su húmedo retro¬ceso habían dejado atrás una alfombra de tierna hierba sobre las sua¬ves laderas. La primavera era una época de promisión para el rebaño.
Al pasar frente a la casa que se alzaba a cincuenta metros del co¬rral, Brezo experimentó una vez más la usual punzada de ansie¬dad. En el porche de aquella vivienda, frente a la entrada, había muerto Rayo. Allí permanecieron sus restos durante mucho tiem¬po, hasta que unas lluvias torrenciales los arrastraron colina abajo. Pero la causa de su ansiedad era sobre todo otra: dentro de aquella casa, desde hacía diez años, estaba el pastor. Por supuesto, de al¬guna manera Brezo sabía que el pastor había muerto; durante me¬ses el perfume de la putrefacción flotó en aquel lugar. Pero Brezo no había entrado para comprobarlo, nunca había cruzado el dintel de la puerta. Rayo se lo impidió.
Había pasado mucho tiempo, pero Brezo aún guardaba un níti¬do recuerdo del día en que el pastor entró por última vez en la casa. Ocurrió poco después de la apresurada visita del médico, aquel asustado hombrecillo que huía de las plagas.
Un día como otro cualquiera el pastor se despertó al amanecer. No tenía buen aspecto, sus movimientos eran lentos y andaba en¬cogido, como si le doliera el estómago; la fiebre se estaba apode¬rando de él. Aun así, logró conducir el rebaño a los pastizales. Cier¬to es que todo el trabajo lo realizaron Rayo y Brezo, pero el mero hecho de desplazar su propio cuerpo había supuesto un triunfo para el pastor. A la vuelta se desmayó dos veces, y por dos veces volvió a levantarse. Logró encerrar al rebaño en el corral -aunque una vez más fueron los perros quienes llevaron a cabo la labor-, y luego se introdujo en la casa de la que ya nunca saldría. Aquella no¬che Rayo y Brezo, e incluso el habitualmente estoico Trueno, escu¬charon atemorizados los gritos y lamentos del pastor. En su delirio no dejaba de pronunciar un nombre de mujer. Luego su voz en¬mudeció y sólo fueron perceptibles los jadeos. Poco después ni los jadeos se oyeron. Fue entonces cuando Rayo entró en la vivienda y permaneció en ella largo rato, gimiendo quedamente. Brezo, que por aquel entonces apenas contaba dos años, se dirigió finalmente a la casa, armado del valor irresponsable que presta la juventud. Se disponía a cruzar el umbral cuando Rayo surgió del interior la¬drando con fiereza, interponiéndose a su paso con el hocico frun¬cido y los colmillos restallantes. Brezo era más grande que él; de hecho Rayo sólo era un pequeño chucho que apenas levantaría cuarenta centímetros del suelo, mientras que Brezo se había con¬vertido en un vigoroso macho de alsaciano puro, todo energía y fuerza. Pero Rayo era el jefe, de eso no había duda, y a Brezo ni se le había pasado por la cabeza agredirlo. De modo que el asunto quedó zanjado: la casa era tabú. No pasar. Prohibido. Se trataba de un terreno sagrado, y ningún perro era digno de entrar allí.
Y así había sido durante una década, incluso muchos años des¬pués de que Rayo, el guardián de la memoria del pastor, desapare¬ció para siempre de la vida de Brezo.
Tras la muerte del pastor, los rituales de toda una existencia se impusieron al orden natural de las cosas. Rayo había pasado años pastoreando al rebaño y nada, ni la desaparición del pastor, iba a impedir que llevase a cabo su trabajo. Con precisión milimétrica se despertaba cada mañana y abría la puerta del corral. Luego, se¬cundado por Brezo y bajo la protectora mirada de Trueno, condu¬cía a las ovejas hacia los pastizales, para volver a encerrarlas al atardecer. Ninguno de los perros se preguntaba por la carencia de sentido de aquel pastoreo automático. ¿Cómo iban a hacerlo? Para ellos las ovejas no significaban lana, leche o carne. Las ovejas eran cosas que había que conducir y cuidar, tal y como el Hombre había enseñado. La razón de ser del rebaño era el rebaño en sí. Ése era el único objetivo en las vidas de Rayo, Trueno y Brezo. Traicionar a las ovejas habría sido traicionarse a sí mismos.
Sin embargo, la muerte del pastor provocó grandes alteraciones en la vida de los perros. De entrada, y muy rápidamente, tuvieron que hacer frente al problema de la alimentación. En realidad no fue una cuestión grave. El pastor, cuando vivía, sólo les daba pan duro y los restos de su comida. Si querían carne tenían que conse¬guirla por sus propios medios. Brezo era el mejor cazador y raro era el día en que no atrapaba una ardilla o un pájaro. Rayo no le iba a la zaga. Aunque más pequeño, era rápido e inteligente. En cuanto a Trueno, grande y pesado, compensaba su relativa lentitud con una fuerza desmesurada. Cuando cazaba lo hacía a lo grande y, en más de una ocasión, había compartido con sus compañeros alguna cabra o un cerdo pequeño. Brezo aún recordaba con delei¬te el día en que vio a Trueno subir por la ladera arrastrando hacia la casa el cadáver de un ternero de buen tamaño. El festín duró una semana.
Pero esos tiempos ya habían pasado. Rayo y Trueno estaban muertos, y Brezo era viejo. Por fortuna, la desaparición del Hom¬bre había provocado una explosión de vida en la Tierra. Práctica¬mente sin depredadores naturales, las aves, los herbívoros, los roe¬dores, todas las especies, se multiplicaron geométricamente. Sin duda aquello suponía un fuerte desequilibrio ecológico ya que los pocos carnívoros que había, básicamente perros, zorros y gatos, no bastaban para nivelar las cotas de población animal. Pero a Brezo aquello le resultaba indiferente. Nadie se queja de que su mesa esté tan cargada de comida que amenace con desplomarse. Brezo era viejo y lento, sí, pero había tanta vida a su alrededor que realmen¬te no tenía que esforzarse mucho para conseguir el sustento.
En ese sentido la muerte de la humanidad había sido una ben¬dición.

Justo tras bordear un gran peñasco, el sendero iniciaba una fuerte subida hacia el bosquecillo, pata girar luego a la derecha en direc¬ción a los altos prados.
Brezo sabía que a partir de aquel momento comenzarían sus problemas con el rebaño. Mientras el sendero discurría estrecho, encajonado entre las paredes del cañón, las ovejas se mantenían agrupadas v ninguna, salvo las que quedaban rezagadas, se aleja¬ba mucho de las demás. Pero al llegar al bosque las cosas cambiaban. En primer lugar, se trataba de un bosque de hayas, de modo que el terreno era muy húmedo y la hierba crecía jugosa al pie de los árboles. Para complicar más las cosas, un ancho sendero partía el camino principal y se internaba en la arboleda. Era un cortafuegos delineado por la mano del hombre, pero eso Brezo no lo sabía. Lo que sí sabía es que las ovejas, en vez de tomar el cami¬no de la derecha, pugnaban por internarse en el bosque siguiendo el trazado del cortafuegos. Allí la hierba era más sabrosa y el mus¬go crecía como un manto de brécol sobre las rocas y los troncos. Las ovejas tendían a fiarse más del estómago que del cerebro, de modo que todos los días, sin excepción, se obstinaban en ir hacia la izquierda, obligando a Brezo a entablar un enconado combate con el rebaño. Mediante gruñidos, ladridos y mordiscos, el perro conseguía apartar a aquellos estúpidos animales del mal camino.
Y de una muerte segura. El cortafuegos, que subía directo hacia la cima de la colina que se alzaba a la izquierda del cañón, termi¬naba en un barranco de quince metros de profundidad. Allí las ove¬jas corrían el riesgo de caer. El barranco se encontraba justo en la ladera más sombría de la colina, arropado por las hayas y oculto entre los arbustos. Allí las plantas aromáticas crecían hinchadas de humedad, allí la hierba era un bocado delicioso, allí era fácil estar al borde del abismo y ni siquiera verlo.
Más de una oveja encontró la muerte en aquel paraje. Y cada vez que esto ocurrió Brezo se había sentido culpable; la misión de su vida consistía en evitar que cosas así sucedieran.
Aquel día Brezo no tuvo muchos problemas para apartar el re¬baño del cortafuegos, sobre todo gracias a Agria, que, sorprenden¬temente, tomó sin vacilar el camino de la derecha. Agria podría ha¬ber sido la jefa del rebaño, si las ovejas poseyeran el menor atisbo de liderazgo. En realidad Agria se limitaba a ser la oveja que siem¬pre caminaba delante. Las demás la seguían ciegamente, pero ha¬brían seguido a cualquier otra. Por supuesto, eso no significaba que Agria fuese más inteligente o más astuta. Sencillamente, era más rápida.
Agria no era su nombre. Ninguna de las ovejas tenía nombre. Pero sí poseía cada una de ellas un aroma distinto: Agria, Tomillo, Lechosa, Dulce, Almizcle, Miel, Amarga... y algunos olores más para los que no hay palabras. Las palabras fueron invento del Hombre, y el Hombre nunca tuvo muy buen olfato.
Aquella mañana, soleada c inusitadamente cálida, los prados al¬tos parecía una versión montañosa del Jardín del Edén. El cielo era una bóveda intensamente azul a la que se habían adherido algunos cirros de lana. Las montañas, como una fila de novias, se cubrían la cara con deslumbrantes velos de nieve; las faldas de sus vestidos eran verdes laderas de hierba, adornadas con lazos de espliego y amarillos encajes de mimosas. El aire, saturado de polen, flotaba calmado sobre los prados cubiertos de flores.
Lirios, amapolas, gencianas azules, fresas y grosellas, perpetuinas, margaritas, narcisos... Todos los colores del espectro salpica¬ban la pradera por donde pastaban las ovejas. Claro que para Bre¬zo, ciego a los colores, como todos los perros, aquello no era más que una monótona sucesión de grises.
El perro alzó la cabeza y husmeó el aire de aquella tierra a la que en otro tiempo llamaban los Pirineos. A su hocico llegaron los dul¬ces olores de las abejas libando miel, las agresivas feromonas del halcón cazador, el intenso aroma del romero y el regaliz.
Y el seco olor de la jauría.
Brezo se agitó inquieto. De nuevo una señal del omnipresente peligro, aunque afortunadamente una señal lejana.
Respiró hondo. Se puso en pie y comenzó un trotecillo hacia el rebaño. Estaba a punto de alcanzar la altura de las ovejas más cer¬canas, cuando un dolor intenso y punzante le atravesó el costado. El perro se derrumbó sobre el suelo gimiendo y aullando. Enlo¬quecido por el dolor, se retorció sobre la hierba y lanzó dentelladas a un lado y a otro, como intentando morder a un invisible enemigo, La boca se llenó de espuma y los ojos de lágrimas. Las ovejas con¬templaron inquietas aquel extraño comportamiento.
AI cabo de poco más de un minuto el dolor se fue calmando has¬ta no ser más que un eco lejano. Brezo permaneció tumbado en la hierba, jadeando aturdido. Algo no iba bien en el interior de su cuerpo, pero eso tampoco lo sabía. Se limitaba a sufrir el dolor.
Finalmente se levantó. Estaba débil, pero tenía deberes que cumplir con el rebaño. Con más voluntad que energía, el perro reu¬nió a las ovejas que se habían dispersado. De vez en cuando nota¬ba punzadas en el costado, aunque mucho menos intensas que la primera.
Cuando pudo volver a descansar lo hizo sentándose cerca de un lugar muy especial. No lo recordaba, por supuesto, pero allí, a su lado, estaba el arbusto de brezo donde, siendo un cachorro, el pas¬tor lo había encontrado.
Había pasado tanto tiempo...
El pastor nunca comprendió cómo el cachorro pudo llegar has¬ta allí. La carretera más cercana se encontraba a casi seis kilóme¬tros y parecía imposible que un perro tan pequeño hubiese podido recorrer esa distancia internándose, solo, en la montaña. Porque aquel perro, según los criterios del pastor, era un perro señorito. Uno de esos perros de raza pura que sólo sirven para engordar en un piso de la ciudad, tumbados frente a una estufa.
Claro que ese cachorro, que se arrebujaba desnutrido y helado bajo la dudosa protección del arbusto de brezo, a duras penas po¬día incluirse en el apartado de «animales mimados». Probable¬mente fuese el sobrante de una carnada excesiva, abandonado a una suerte incierta en medio de la carretera. Ocurría muchas ve¬ces; un coche se detiene, una portezuela se abre, unas manos que dejan un bulto tembloroso en el suelo y el coche que parte deprisa, como si la velocidad pudiera ahuyentar la vergüenza. Normalmen¬te todo acababa con un golpe sordo contra un parachoques, segui¬do de la lenta conversión de un cuerpo peludo en mancha sobre el asfalto.
Pero aquel cachorro había sobrevivido. Y lo más extraño: aun¬que parecía a punto de morir, no demostraba miedo; sencillamen¬te mantenía fija la mirada en el hombre, sin huir ni suplicar. Quizá fue esa actitud tan poco usual lo que despertó una adormecida fi¬bra en el espartano corazón del pastor. El caso es que sacó de su zurrón un trozo de pan y se lo tendió al cachorro.
Más tarde, cuando volvía con el rebaño hacia la casa, el pastor no pudo evitar sentir cierta admiración por el pequeño perro que, vacilando y dando traspiés, los seguía a cierta distancia. Por eso, después de encerrar a las ovejas, puso algo de leche en un plato y se la ofreció al cachorro.
-Bebe -dijo con un gruñido; el pastor pasaba tanto tiempo sin hablar que a veces su voz se desajustaba y parecía romperse-. Du¬rante una semana te daré de comer y luego, si no te mueres antes, tendrás que ganarte el pan. Aquí el que no trabaja no come. Puedes dormir en la leñera, con Rayo. -Permaneció unos instantes silen¬cioso y luego añadió-: No tienes nombre. -Se rascó la cabeza, pen¬sativo-. Estabas bajo el brezo: te llamarás Brezo. Si no te mueres antes, claro.
No murió. De hecho, antes de cumplirse la semana de plazo. Brezo ya corría detrás de las ovejas intentando imitar los precisos movimientos de Rayo.
Un pastor no necesita adiestrar más que a un perro, solamente a uno en toda la vida. Luego basta con poner a un cachorro junto al perro entrenado; aprenderá él solo, simplemente remedando el comportamiento del animal adulto.
Rayo no aceptó muy bien la llegada de Brezo. En general no le prestaba atención alguna, igual que un noble no presta atención a la presencia de un lacayo. En ocasiones, cuando la actividad de Bre¬zo era particularmente molesta, le gruñía. Pero lo normal era un digno distanciamiento. Según ¡os esquemas de Rayo, el pastor era Dios, él su gran sacerdote, Trueno un diácono aplicado y Brezo... Brezo era poco más que un pagano reconvertido, un advenedizo.
Afortunadamente Trueno, el gigantesco mastín de los Pirineos, era distinto. Se trataba de un animal rudo y estoico, poco sociable, pero infinitamente paciente con el cachorro. Sin una sola queja, Trueno permitía que Brezo se le subiese encima, que le mordiese el morro y le tirase de las orejas. Curiosamente, todo el cariño que Brezo recibió en su vida provino de aquel enorme perro, de aquel tosco montón de músculos y dientes cuya única misión era la vio¬lencia.
Del pequeño Rayo, Brezo aprendió el sentido del deber. Del bru¬tal Trueno obtuvo suavidad y dulzura. Parecía un contrasentido, pero la vida está llena de ellos, y el cerebro de un perro es dema¬siado limitado para filosofar sobre asuntos tan abstractos.


Geosat había sido construido y financiado por un consorcio de em¬presas europeas con el fin de obtener una fuente precisa de datos te¬rrestres acerca de minería, agricultura, pesca, ganadería y meteorolo¬gía. Se trataba, en resumen, de un proyecto privado cuyo objetivo oficial no era otro que el puramente comercial. Claro que los objeti¬vos extraoficiales eran muy distintos.
La órbita inicial de Geosat sobrevolaba, a setecientos cinco kiló¬metros de altura, algunos territorios particularmente apropiados para el espionaje industrial. Por ejemplo, Japón. Por ejemplo. California.
Quizá por eso Geosat contaba con instrumentos tan desusados como el telescopio H.R.V de una resolución inferior al metro y ca¬paz de funcionar en siete bandas de longitud de onda. Un aparato ex¬tremadamente adecuado para obtener fotografías muy detalladas de, pongamos, una instalación industrial. O el ingenio llamado SNOOPER un sofisticado mecanismo (tecnología militar obtenida ilegalmente) que permitía interceptar cualquier flujo electromagnético. Desde el halo de un ordenador hasta una simple llamada telefónica.
Los ojos y oídos de un espía.
Sin duda Geosat era un instrumento muy eficaz para un consor¬cio ávido de dinero y poder. Pero estuvo a punto de no existir. El pro¬blema fueron los costes. Un satélite situado en órbita baja contaba con una vida activa de poco más de cuatro años. Agotado el com¬bustible, su órbita comenzaría a declinar hasta alcanzar la atmósfera y convertirse en cenizas. Pero un satélite es un artefacto extraordina¬riamente caro, y cuatro años eran pocos para que resultara rentable.
Entonces entró en escena el gobierno alemán con un ofrecimiento poco usual: un nuevo sistema de impulsión a cambio de un tercio del tiempo del satélite. El nuevo propulsor era un inyector nucleotérmico de plasma. Una versión perfeccionada del N.E.R.V.A obra de cierto científico ucraniano, emigrado a Alemania cuando, en el noventa, el programa de investigación científica de la URSS se vino abajo.
El Geosat, dotado del sistema propulsor alemán, podía no sólo mantener su órbita estable el triple de tiempo, sino realizar además todo tipo de maniobras y desplazamientos orbitales. El consorcio dijo si.
Los alemanes añadieron una condición más; el hardware y el soft¬ware del ordenador del satélite debían ser proporcionados y controla¬dos por ellos. El consorcio se encogió de hombros y asintió.
Por supuesto, en el equipamiento informático -un sistema de com¬putación de datos llamado BRAYN- se encontraba la trampa. El go¬bierno alemán deseaba contar con un canal de información estratégi¬ca propia, independiente de las redes de la OTAN; pero no podía hacerlo sin llamar la atención (el lanzamiento de una nave espacial no es pre¬cisamente un ejemplo de discreción). De modo que la cobertura que ofrecía un satélite comercial de observación terrestre era exactamente el tipo de pantalla que les convenía. Con la condición, por supuesto, de mantener el control de la operación. Para ello se hicieron con el di¬seño del primer ordenador de quinta generación (sustrayéndolo ilegalmente al Ministerio de Defensa japonés), de nombre clave TOHOKV, un prodigioso cerebro electrónico basado en chips semiorgánicos y superconductores. Luego crearon para él el programa BRAYN.
TOHOKV y BRAYN pasaron a ser el cerebro de Geosat Y, con el tiempo, y los acontecimientos, llegaron a convertirse en la primera y única inteligencia artificial que jamás ha existido.


Aquella tarde, mientras conducía el rebaño de vuelta, y el conjunto de la casa y el corral se divisaba ya en la lejanía, Brezo se dio cuen¬ta de su error: faltaba una oveja. El perro gimió y jadeó. Usando el olfato examinó de nuevo a los animales.
Almizcle no estaba.
Brezo experimentó un súbito acceso de ansiedad. Durante unos instantes estuvo a punto de correr en busca de la oveja perdida, pero el instinto de protección al rebaño se impuso. Almizcle debía de estar lejos, ya que ni siquiera su fino olfato podía localizarla. El resto de las ovejas no podían quedarse solas.
Pocas veces había tardado menos en encerrar a los animales en el corral. El dolor en el costado había cesado por completo, y cuan¬do recorrió de nuevo el camino de los prados altos su carrera era casi tan ligera como la de un macho joven. El sentimiento de culpa ponía alas a sus patas.
Al cabo de media hora captó el peculiar olor de Almizcle. Prove¬nía del barranco. Brezo corrió hacia allí, cruzando el bosque de ha¬yas a través del cortafuegos. Sabía que algo andaba mal, ya que el olor de Almizcle estaba cargado de feromonas crujientes de miedo sobre fondo sangre.
Al poco rato pudo escuchar los débiles balidos de la oveja. Bre¬zo siguió el sendero que descendía hasta el fondo del barranco. Y allí estaba Almizcle, sobre las piedras, con el cuerpo retorcido en una posición inverosímil. Dos buitres se encontraban cerca de ella, preparándose para el festín. Brezo los alejó con un estrépito de la¬dridos y luego se acercó a la oveja. Su lana estaba manchada de sangre, rojo sobre blanco, como un incendio en la nieve. Tenía roto el espinazo: no podía moverse, sólo podía balar quedamente. Su voz sonaba igual que el murmullo de un bebé.
Brezo ladró y tiró de ella con la boca, intentando ponerla en pie para conducirla de nuevo al corral. Almizcle emitió un sonido bur¬bujeante y miró a Brezo con expresión de acongojada súplica. Por supuesto, eso no significaba nada; las ovejas siempre miran así.
Brezo se alejó varios metros y ladró de nuevo. Almizcle se agitó y baló con urgencia. De algún modo, la presencia del perro la tranquilizaba.
Así que Brezo se acercó de nuevo a ella y se sentó a su lado. Los dos animales permanecieron juntos largo rato. Varias veces tuvo el perro que alejar a los buitres, y siempre volvió al lado de la oveja. Finalmente, coincidiendo con el último rayo de sol en la línea del horizonte, Almizcle exhaló suavemente el aire de los pulmones y sus ojos se volvieron opacos. Al morro de Brezo llegó el dulzón aro¬ma de la muerte.
El perro se levantó y lentamente inició el camino de regreso al corral. La culpa pesaba sobre él como una losa; sabía que Al¬mizcle ya no formaba parte del rebaño. Ahora pertenecía a los buitres.

El lanzamiento fue un éxito. El cohete Arianne V se elevó majestuo¬so por encima de las selvas tropicales de la Guayana, como un fla¬mígero dedo de Dios señalando la bóveda celeste. Pocos minutos des¬pués, a casi ochocientos kilómetros de altura, el satélite se desprendió de la última fase del propulsor e inició la primera de sus órbitas en tomo a la Tierra. Desplegó los paneles solares y las antenas, corrigió su posición y comenzó a realizar el trabajo para el que había sido creado: ver, oír y transmitir datos.
Durante dos años su labor se desarrolló sin problema alguno. Doce horas al día Geosat trabajaba para el consorcio, trazando ma¬pas geológicos, rastreando bancos de peces o interfiriendo comunica¬ciones restringidas de las empresas Honda y General Motors. Otras ocho horas, estaban destinadas a las oscuras actividades de los servi¬cios de inteligencia alemanes. Durante ese tiempo Geosat proyectaba sus finos oídos al interior del Ministerio de Defensa francés o se dedi¬caba a obtener precisas imágenes de la base aeroespacial japonesa si¬tuada en la isla Tanegashirna. Las cuatro horas restantes estaban a disposición de las diversas instituciones que contrataban los servi¬cios de Geosat, contribuyendo de este modo a sufragar los costosos gastos que suponía el mantenimiento de todo el programa relaciona¬do con el satélite. Así que durante cuatro ñoras diarias Geosat palpa¬ba la atmósfera y medía la temperatura y dirección de las, corrientes marinas para la World Meteorológical Organization, o delineaba mapas de actividad geotérmica para la Organización del Año Geofísico Internacional.
Si durante aquellos, dos primeros años de vida Geosat hubiera podido experimentar emociones (algo, por aquel entonces, muy lejos de su alcance), habría sido el orgullo el sentimiento preponderante. Geosat era un instrumento casi perfecto que cumplía óptimamente con sus múltiples labores.
Pero un día la rutina habitual del satélite se vio interrumpida: los alemanes transmitieron una clave especial al ordenador de a bordo, un código preestablecido que ponía en funcionamiento un programa hasta aquel momento inactivo. Y Geosat obedeció las órdenes inscri¬tas en su cerebro. Como un hijo desleal, volvió la espalda al consor¬cio y se entregó en cuerpo y alma, las veinticuatro horas del día, al servicio de inteligencia alemán. Oh, claro, algo muy grave ocurría. Un problema de extremada importancia justificaba aquella traición; la humanidad asistía a un conflicto bélico, territorialmente limitado, pero de consecuencias impredecibles, y cualquier recurso estratégico debía pasar a manos de quienes tenían por misión defender la civili¬zación occidental (y el conjunto de mentiras e injusticias que ésta re¬presentaba).
Geosat recibió la orden de modificar su órbita y dedicar toda su atención a un pequeño país árabe de Oriente Medio. Una inusitada actividad tenía allí lugar: gran despliegue de comunicaciones electromagnéticas, movimiento de tropas, lanzamiento de misiles hacia otro pequeño país fronterizo... Geosat interfirió mensajes secretos, obtuvo imágenes en casi todas las bandas del espectro y transmitió sus hallazgos a las bases alemanas (situadas en diversos barcos desperdigados por todos los mares del mundo.). Finalmente fue testigo de la explosión de las cinco bombas de hidrógeno une borraron del mapa al pequeño país árabe. Y que pusieron en marcha un refinado y letal plan de venganza que desataría sobre la Tierra la furia del ter¬cer jinete del apocalipsis: la enfermedad, la pesie, las plagas.
Apenas dos meses después ocurría algo inaudito: las comunica¬ciones con la Tierra se vieron cortadas.
Y Geosat se quedó solo.

Brezo sabía que no debería haber abandonado el rebaño, pero la curiosidad triunfó sobre el sentido del deber. En medio de la noche los vientos dominantes habían cambiado brevemente de dirección, transportando el intenso aroma de la sangrienta carnicería.
De modo que, un par de horas antes del amanecer, el perro ha¬bía partido en busca de la fuente de aquel penetrante olor. Las ove¬jas, dormidas en el corral, ni siquiera se darían cuenta de su au¬sencia.
Encontró los cadáveres cerca de un remanso del río, a cuatro ki¬lómetros de distancia en dirección al llano. Once ciervos medio de¬vorados: cinco hembras, dos machos jóvenes y cuatro cervatillos. Sus restos habían comenzado a pudrirse en medio de un hedor in¬descriptible. Pese a ello, el fino olfato de Brezo captó en el am¬biente los olores mucho más débiles de la jauría. Probablemente los perros habían sorprendido a la manada mientras abrevaba en el río. Y debía de haber sido un trabajo muy sencillo, ya que habían matado más animales de tos necesarios para comer.
Aspiró de nuevo el aroma de la putrefacción. Los perros no des¬deñan la carroña, pero Brezo había perdido últimamente el apeti¬to. Las punzadas en el costado seguían atormentándolo. No eran muy dolorosas, pero sí cada vez más frecuentes.
Olor a podrido. Hubo una época en que todo el planeta apesta¬ba a podredumbre: el olor de millones de cuerpos humanos co¬rrompiéndose. Aquello ocurrió casi al mismo tiempo que la muer¬te del pastor, poco después de la fugaz visita del médico.
El pastor no era un hombre sociable y rara vez bajaba al pueblo. De hecho, solía pasar meses sin ver a otro ser humano. Tampoco tenía televisión, ni radio. El pastor, por alguna razón, había huido del mundo y se había refugiado en la soledad de las montañas. Por eso, hasta el último momento, no tuvo noticia alguna de las plagas.
Pero un día llegó el médico conduciendo aterrorizado un todo-terreno gris. Se detuvo frente a la vivienda del pastor para llenar de agua el sediento radiador de su vehículo. El pastor solía hacer caso omiso de los forasteros, pero conocía al doctor, de modo que salió de la casa para saludarlo.
El médico gritó que no se le acercara. Después de tantas noches en vela, atendiendo inútilmente a cientos de enfermos incurables, estaba agotado y nervioso. Con un torrente de palabras casi in¬comprensibles le habló al pastor de las epidemias que estaban aso¬lando a la humanidad. Decenas de enfermedades mortales y des¬conocidas se extendían por todos los continentes, sembrando la Tierra de cadáveres. ¿Una catástrofe natural? No. Los focos epidé¬micos habían aparecido simultáneamente en los lugares más di¬versos del planeta: alguien los había provocado. ¿Quién? A esas al¬turas daba igual. Decenas de millones de personas morían cada día. La medicina no podía hacer nada frente a enfermedades nue¬vas de las que nada se sabía. Enfermedades inusitadamente con¬tagiosas, invulnerables a cualquier tratamiento, inflexibles en su avance asesino. Todos morían, hasta los médicos. Y él... Él no po¬día hacer nada. Salvo huir. ¿Podía tomar un poco de agua?
El pastor encajó aquellas noticias con el contumaz distanciamiento que habitualmente presidía su vida. Se limitó a asentir con calma y a señalar con un gesto el pozo. El médico llenó de agua el radiador y un par de bidones que llevaba atados en la baca del ve¬hículo. Luego, él mismo dio un largo trago... directamente del cubo.
Y dejó el cubo medio lleno de agua, en el borde del pozo. Desde ese mismo instante, los gérmenes comenzaron a multipli¬carse enloquecidamente en el agua fresca y oscura.
Por fin el médico partió, para internarse veloz en las montañas. Cinco días más tarde moriría, ardiendo de fiebre, en la soledad de un bosquecillo de abetos.
El pastor observó al todoterreno perdiéndose en la lejanía. Se acercó al pozo y cogió el cubo: dio un par de sorbos. El pastor murió tres semanas más tarde.
La raza humana tardó dieciocho meses en desaparecer como especie.
Durante mucho tiempo la Tierra olió a putrefacción. Brezo se detuvo frente al cadáver de uno de los ciervos. Era un macho de gran tamaño. Debía de haber sido difícil acabar con él. Lo olfateó: una miríada de olores asaltaron su pituitaria. De entre todos ellos uno se alzó como un enigma que exigía solución: el olor del perro que Brezo creía reconocer. Sin duda había sido el verdu¬go del ciervo, ya que su aroma se percibía con nitidez.
Brezo giró la cabeza. ¿Dónde y cuándo había percibido aquel olor?
La respuesta le llegó súbitamente.
Era el aroma de un cachorro. De un cachorro tuerto.
Que ahora ya no era un cachorro.
Brezo gimió.
Lo había olido hacía muchos años, el día que Trueno se enfren¬tó a la jauría.
Trueno pesaba casi noventa kilos, y bajo su piel no se escondía ni un gramo de grasa. Su cuerpo parecía tallado en granito, todo músculo y fibra. Claro que se trataba de un moloso, un gigante en¬tre los perros. Su raza había sido cuidadosamente seleccionada, generación tras generación, no sólo en lo concerniente al físico, si bien ésa era una cuestión importante, sino teniendo en cuenta también ciertas peculiaridades del carácter. Por eso Trueno era tan extremadamente agresivo con los extraños, tan territorialista, tan protector. Por eso Trueno no tenía miedo a nada. Salvo a su amo. Pero el pastor había muerto, de modo que Trueno había dejado de sentir el menor atisbo de temor hacia cualquier cosa. Sin duda era un perro muy seguro de sí mismo, y con motivos.
El enemigo natural de los mastines fue el lobo, pero casi no que¬daban lobos en Europa; había que ir hasta las heladas estepas del norte de Europa para encontrar las primeras manadas. Desapare¬cido el lobo, el hombre se convirtió en el auténtico enemigo de los mastines, por lo que la misión de Trueno había consistido en de¬fender el rebaño de ladrones de ovejas.
Pero ya no había hombres. Ya no había enemigos.
La tarea de Trueno carecía de sentido, aunque eso, por supues¬to, no se lo había dicho nadie. ¿Un mastín para ahuyentar zorros? Como matar moscas a cañonazos. Claro que, bien mirado, sí había enemigos. Parafraseando un viejo dicho latino: canis cane lupus. El perro es un lobo para el perro.
Ocurrió tres años después de la muerte del pastor. Por aquel en¬tonces Brezo se había convertido en un vigoroso animal, y también en un maestro del pastoreo. Rayo y él dominaban el rebaño con la precisión de un coreógrafo. Eran un equipo, una unidad perfecta¬mente conjuntada. En cierto sentido ovejas y perros formaban un solo organismo, una Gestalt intachable en la que todo marchaba como un reloj. Hasta que los desmedidos fríos de aquel invierno trajeron la desgracia.
La nieve había cubierto no sólo los prados altos, como solía ocu¬rrir todos los inviernos, sino también los pastizales más bajos que se extendían al pie de las montañas. De modo que había que descender más aún, hasta el valle, para encontrar algo de hierba libre de nieve.
Rayo conocía el camino. Con la ayuda de Brezo y la protección de Trueno, condujo el rebaño en dirección a los bosques del llano, hacia lo que habían sido los dominios del Hombre. Durante el ca¬mino cruzaron un pequeño pueblo. Varias casas tenían el tejado hundido, v había cuatro o cinco esqueletos humanos desperdigados por la calle principal; aquellos cadáveres tenían una década de anti¬güedad. Había asimismo tres coches aparcados y un camión, todos ellos con los neumáticos desinflados y podridos. En el patio de una de las casas un triciclo infantil se aherrumbraba a la intemperie.
A la salida del pueblo encontraron los restos devorados de un po¬trillo, muerto hacía no más de una semana. Trueno se acercó y lo ol¬fateó con visible interés. Su aparente indolencia quedó borrada al ins¬tante. Levantó la cabeza y la movió a izquierda y derecha, aspirando el aire de la mañana en busca de señales y presagios. Luego comenzó a trotar de un lado a otro, husmeando cada rincón del camino,
Continuaron la marcha, pero Trueno, esta vez, no se limitaba a caminar tranquilamente unos metros por detrás del rebaño, sino que lo hacía delante, atento a todo, en tensión.
El grupo de perros los sorprendió en la linde del bosque, cerca de un arroyo. Surgiendo de entre los árboles, silenciosos y ham¬brientos. Eran once. La mayor parte mestizos de tamaño medio. Pero el jefe... ah, el jefe era distinto. Se trataba de un San Bemar¬do de pura raza y era tan inmenso que hasta Trueno parecía pe¬queño a su lado.
Los perros salvajes comenzaron a desplegarse formando un se¬micírculo. Un coro de gruñidos y chasquidos de dientes recorrió la arboleda. Rayo y Brezo, aterrorizados, intentaban que las ovejas no huyeran desperdigándose por el bosque. Eran once perros con¬tra tres. Cierto es que había dos cachorros en el grupo, lo que deja¬ba las cosas en una proporción de tres a uno. Un balance de fuer¬zas poco alentador. Pero entre los perros las cosas no son tan numéricamente simples.
Trueno, la cabeza en alto y la vista fija en el San Bemardo, se adelantó unos pasos, interponiéndose entre los depredadores y el rebaño. Durante un par de minutos nadie se movió. De no ser por el bullir de las ovejas, la escena hubiera parecido un fotograma congelado. El primero en atacar fue un mestizo de buen tamaño, probablemente el segundo en el mando. Se abalanzó súbitamente contra Trueno, gruñendo y ladrando. Pero en el último instante, antes de llegar a la altura del mastín, hizo un quiebro y retrocedió unos metros, para de nuevo volver a atacar y de nuevo volver a va¬riar, en el último momento, el rumbo de su acometida. Estaba tan¬teando a su contrincante, y lo que pudo observar en él no le gustó nada. Trueno, como un guerrero zen, no había movido ni un solo músculo. De hecho, ni siquiera había mirado al mestizo mientras lo atacaba. Se limitaba a permanecer ahí, inmóvil como un ídolo de piedra. El mestizo se detuvo y agachó la cabeza, gruñendo por lo bajo. Lentamente comenzó a girar en torno al mastín. Y, de súbito, igual que un latigazo, se lanzó hacia adelante, la boca abierta mostrando los colmillos grandes como navajas, e intentó lanzar una dentellada al costado del moloso.
Nadie hubiera supuesto que un perro tan glande pudiese mo¬verse a tal velocidad. Una décima de segundo antes de que los dien¬tes se clavaran en su piel, Trueno se giró e hizo presa en el cuello de su atacante. Luego movió bruscamente la cabeza, se escuchó un crujido seco, y el cuerpo del mestizo se agitó como un trapo al vien¬to. Trueno trazó un arco amplio con el cuello y, como quien escupe un trozo de carne, lanzó el cadáver del perro contra unas piedras.
Un murmullo de gemidos. Los perros, atemorizados, retrocedie¬ron unos pasos. Salvo el San Bemardo, que con andar pesado y tranquilo se acercó al cadáver del mestizo y lo olfateó casi con de¬licadeza.
Trueno alzó la cabeza y ladró dos veces. Su voz grave y bronca contenía una advertencia: «Las ovejas son mías, no las toquéis». En circunstancias normales aquello, la muerte del mestizo a ma¬nos del gigantesco mastín, habría puesto el punto final a la con¬tienda. Los perros pueden atacar en grupo a un ciervo, o a un ja¬balí, pero no a otro perro. Estaban en juego milenarios instintos, antiquísimas normas de conducta que establecían las reglas del combate: uno contra uno, y el ganador es el jefe. Pero el mestizo no había sido el jefe. El auténtico líder era el San Bemardo. Para sor¬tear definitivamente el peligro, Trueno tenía que luchar contra él y vencerlo. Algo nada sencillo, ya que el San Bemardo pesaba ciento diez kilos y era, en todos los aspectos, más grande y más fuerte. No obstante, aun estando en desventaja física, Trueno contaba con tres puntos a su favor: era más ágil, tenía cortadas las orejas, lo que evitaría dolorosos desgarrones, v, quizá lo más importante, aún lle¬vaba al cuello el collar de clavos que le había puesto el pastor v que impediría cualquier posibilidad de una dentellada mortal en la gar¬ganta.
El San Bemardo se apartó del cadáver del mestizo y caminó des¬pacio hasta situarse frente a Trueno, a no más de sesenta centíme¬tros de distancia. Del fondo de su pecho surgía una especie de gru¬ñido grave y profundo. Pasaban los segundos, alastrándose como caracoles, y los dos gigantes permanecían inmóviles, mirándose fi¬jamente, tensos como resortes a punto de saltar.
Súbitamente los dos atacaron a la vez. Ambos eran molosos, y comenzaron a pelear como tales. Alzándose sobre las patas trase¬ras, se abalanzaron el uno contra el otro, pecho contra pecho, las patas delanteras agitándose como molinetes. Trueno salió violen¬tamente despedido hacia atrás, rodó sobre el suelo y se levantó rá¬pido. El San Bemardo tenía demasiada masa para competir contra él a base de empujones. Así que Trueno se abalanzó de nuevo, frontalmente, contra su rival, pero cuando éste elevó su cuerpo sobre los cuartos traseros, repitiendo la táctica anterior, el guardián del rebaño lanzó una dentellada a la parte baja de su costado. El San Bemardo se revolvió. Una rosa de sangre floreció sobre el denso pelo castaño, El gigante ladró, enfurecido por el dolor, y como un oso salvaje descargó una lluvia de mordiscos y empujones sobre Trueno. Éste intentó esquivarlos y contraatacar, pero el San Bemardo era demasiado fuerte, de modo que tuvo que retroceder, des¬cubriendo los colmillos igual que un espadachín usa el sable para contener el ímpetu de un ataque. Pero ni aun así logró evitar que los dientes de su contrincante le desgarraran la carne, delineando decenas de heridas sobre el blanco pelaje.
Cuando unas piedras detuvieron su retroceso, Trueno se vio for¬zado a una acción desesperada. Eludió como pudo una dentellada salvaje y agachó la cabeza hasta besar el suelo con el hocico, ofre¬ciendo a su enemigo la testuz aparentemente desprotegida. El San Bemardo aprovechó la ocasión y mordió con furia el cuello... para encontrarse con la dolorosa agudeza de los clavos que erizaban el collar. Gimió y apartó sus fauces sangrantes.
Fue entonces cuando Trueno, de una veloz dentellada, le arran¬có la oreja.
El San Bemardo rugió y brincó a un lado. La sangre manaba a torrentes por su cabeza. Una espuma escarlata le burbujeaba en la boca, mientras el frío aire se condensaba en su aliento agitado.
Brezo abandonó la vana tarea de intentar mantener reunido al rebaño y se acercó al límite mismo del escenario de la lucha. Los demás perros se mantenían alejados a unos metros de los conten¬dientes. El olor de la sangre los había excitado, pero ninguno la¬draba.
Trueno y el San Bemardo estaban inmóviles en el centro del cla¬ro, sobre la nieve manchada de rojo, mirándose, estudiándose como dos boxeadores en medio del cuadrilátero. El ciclo cubierto de nubes era un plomizo dosel que inundaba de sombras el valle. A lo lejos resonó un trueno. Comenzó a nevar.
El San Bemardo fue el primero en reanudar el ataque. Ya sabía que no podía morder el cuello de y,: enemigo: las heridas en la boca y la oreja desgarrada habían sido el precio pagado por la lección. De modo que lanzó frontalmente un par de andanadas de mordis¬cos, que Trueno consiguió esquivar con facilidad. El San Bemardo retrocedió un paso, avanzó otro y, de improviso, atacó de costado, derribando de un fuerte empujón a su contrincante. Entonces, igual que un verdugo descargando el hacha, clavó los dientes en la pata trasera del mastín.
Oh, con qué alegría notó como la carne cedía, que los tendones se cortaban, que el hueso se astillaba...
Trueno, desde el suelo, ciego de dolor, mordió ferozmente el cos¬tado del San Bemardo, pero éste dio un brinco y se alejó unos me¬tros, triunfante.
Trueno intentó levantarse, trastabilló y cayó de nuevo sobre la nieve. Tenía la pata inutilizada, estaba cojo. Se incorporó como pudo, tambaleante sobre tres apoyos, y mostró los dientes con ra¬bia. Cualquier otro perro se habría dado por vencido, tumbándose dócilmente y ofreciendo la garganta, con respeto y sumisión, a su enemigo. Ese gesto habría bastado para finalizar la lucha. El ven¬cedor orinaría sobre el derrotado, y luego la jauría tomaría pose¬sión del rebaño, organizando primero una matanza, y un festín después.
Pero Trueno no conocía el miedo. Pese a estar medio tullido, mostró los colmillos y gruñó su desafío. El combate no había con¬cluido todavía.
Los perros comenzaron a ladrar, excitados ante el inminente de¬senlace. El San Bemardo ladró a su vez con entusiasmo. Lenta¬mente se acercó al mastín, que mantenía la cabeza agachada, casi pegada al suelo, y cuando llegó a su altura se alzó sobre las patas traseras, dispuesto a descargar los colmillos en el espinazo de su adversario.
Entonces sucedió lo inesperado. Trueno, con una fuerza insólita para un animal tullido, saltó a su vez e hizo presa en la garganta del San Bemardo. Éste intentó apartarse, sacudirse de encima los dientes de su enemigo, Pero Trueno encajó con furia las mandíbu¬las. Los colmillos atravesaron la capa de pelo y grasa y perforaron la yugular. Un chorro de sangre brotó de la herida.
El San Bemardo se agitó, empujó, se sacudió como un oso atra¬pado por un cepo. Pero Trueno mantuvo la presa mientras la san¬gre del adversario le corría por la boca, sobre el pecho, para derra¬marse en la nieve.
Finalmente el San Bemardo se derrumbó. Trueno mantuvo los dientes clavados en la garganta del gigante aun después de que los úl¬timos estertores sacudieron el enorme cuerpo peludo y ya sin vida. Luego se incorporó y, alzando la cabeza al cielo de acero helado, ladró al viento su triunfo.
Brezo olfateó con precaución el cadáver del San Bemardo. Los demás perros, las orejas gachas y el rabo caído, se fueron alejando en silencio. Excepto uno, un cachorro de seis meses, mestizo de alano y San Bemardo, que sin demostrar miedo se aproximó al cuerpo muerto de su padre. Puso una pata sobre él y lo empujó un poco, como intentando despertarlo. Luego alzó la cabeza lentamente. Una cicatriz cruzaba el lugar que había ocupado su ojo de¬recho. Era tuerto.
El cachorro no ladró, ni gimió, ni profirió sonido alguno. Se li¬mitó a mirar fijamente a Brezo durante largos segundos. Luego, siempre en silencio, se perdió veloz entre los copos de nieve.
¿Qué fue de Trueno? Las heridas sanaron pronto, ningún órga¬no vital había sido afectado. Pero su pata trasera nunca recuperó la movilidad. Trueno era un perro muy grande y apenas le era posible andar. De modo que dejó de acompañar al rebaño y tuvo que acep¬tar ser alimentado por Rayo y Brezo. Los días de caza habían aca¬bado para él.
Los mastines son quizá los animales más orgullosos de la crea¬ción. Probablemente por eso, apenas mes y medio más tarde, True¬no despertó en medio de la noche y trabajosamente tomó el cami¬no que conducía hacia la cima de las montañas.
Es posible que durante la primavera, con el deshielo, sus restos congelados volvieran a recibir la caricia del sol.

Cuando las comunicaciones con la Tierra se interrumpieron, Geosat procedió a evaluar el estada de sus equipos; a fin de cuentas, tan po¬sible era que la Tierra hubiese enmudecido como que él se hubiera quedado sordo. Pero no, sus antenas y receptores funcionaban per¬fectamente y podían, por ejemplo, percibir el murmullo magnético de las instalaciones hidroeléctricas situadas en tierra. O captar las emisiones automáticas de los satélites geoestacionarios de la red G.O.E.S. Pero toda la banda del espectro correspondiente a comunicaciones comerciales y militares se encontraba vacía, ofreciendo tan sólo si¬lencio barnizado de estática. Aquello era tan extraordinario que pro¬vocó la activación de un subprograma de emergencia. Geosat co¬menzó a emitir señales a tierra. Probó primero varíes frecuencias restringidas de los canales alemanes, luego lo intentó con la banda de comunicaciones del consorcio, más tarde probó fortuna con los ca¬nales electromagnéticos de la NASA y de la OTAN, y así sucesiva¬mente hasta agolar, sin obtener respuesta alguna. Todas las frecuen¬cias habituales de comunicación radial.
En la medida en que un satélite artificial puede alarmarse, Geo¬sat se alarmó. Estaba diseñado para comunicar información, y la imposibilidad de hacerlo era el problema más grave que podía afrontar.
Entonces entró en funcionamiento una parte del sistema que sólo debía activarse en caso de emergencia máxima. Por primera vez el programa informático alemán BRAYN tomó plenamente las riendas del hardware japonés denominado TOHOKU. Y el cerebro electrónico de Geosat dio instantáneamente un salto cuántico en la evolución de los organismos basados en el silicio.
Porque BRAYN era un programa tan especial que podía modifi¬carse a sí mismo según la experiencia que fuese adquiriendo. En otras palabras: podía aprender.
Tan sólo dos prioridades regían la recién activada mente autóno¬ma de Geosat: debía obtener datos y establecer contacta con los seres humanos pertinentes. Por ello Geosat, usando su nueva capacidad de raciocinio, razonó que lo primero era encontrar algún humano, comunicarse con él, y luego establecer si se trataba de un ser huma¬no pertinente o no. De modo que meditó, a su fría manera, y decidió que debía realizar una intensiva exploración visual de la superficie terrestre. Modificó levemente su órbita y, tras afinar su potente te¬lescopio H.R.V., procedió a observar en detalle lo que sucedía en la Tierra.
Siete años permaneció Geosat escrutando la piel de su planeta ma¬dre. Siete años sin distinguir rastro alguno de vida humana. En las ciudades toda actividad se había detenido, y en las calles podían dis¬tinguirse cadáveres humanos mezclados con los vehículos abando¬nados. Las carreteras y los aeropuertos no registraban el menor tráfico, los trenes permanecían inmóviles en las vías, y los barcos no cruzaban ya los mares. Las fábricas no producían, las cosechas ni se recogían ni se sembraban, y el ganado se dispersaba por los campos. Toda actividad humana había cesado.
Geosat no podía aceptar lo más evidente: que la raza humana ha¬bía perecido. Se trataba casi de un problema espistemológico, de una idea que contradecía la segunda premisa básica de su programa; ¿cómo no iba a haber seres humanos si él debía contactar con los se¬res humanos? Por ello el Geosat supuso que la humanidad se encontraba en zonas del planeta a las que él no tenía acceso. Aquello lo desconsoló. No podía alterar radicalmente su posición, no podía, por ejemplo, convertir su órbita ecuatorial en una órbita polar. De modo que tuvo que conformarse con optimizar sus reservas de combustible y realizar leves alteraciones de su trayectoria, lo que le permitiría ex¬plorar nuevas franjas de terreno, aunque limitadas.
Dos años después seguía sin encontrar rastro alguno de la huma¬nidad.
Es difícil aceptar que una máquina sea capaz de sentir ansiedad o de sufrir una profunda depresión, pero sólo de ese modo podría des¬cribirse el estado mental del cerebro de Geosat. Hay que tener en cuen¬ta que el satélite estaba incumpliendo lo premisa básica de su existen¬cia: establecer comunicación con seres humanos. Y algo aún peor: Geosat era consciente de que disponía de un tiempo limitado. El hi¬drógeno líquido que usaba como combustible prácticamente se había acabado, y su órbita estaba descendiendo peligrosamente. Tan peligro¬samente que ya había alcanzado el límite exterior de las capas más elevadas de la atmósfera y un suave pero continuo bombardeo de mo¬léculas de oxígeno y nitrógeno preludiaba el inevitable final.
Geosat sabia que iba a morir sin conseguir llevar a cabo su mi¬sión. Esta idea, a su extraña manera electrónica, lo atormentaba; su programa bullía y se retorcía intentando encontrar una solución, pero la frustración era el único resultado. Geosat .se sentía solo e inútil...
Hasta el día en que, sobrevolando la cordillera de los Pirineos, des¬cubrió un claro indicio de vida humana: un rebaño de ovejas apa¬centado por un perro.

Tras la matanza de ciervos en el riachuelo, la jauría parecía haber desaparecido de la faz de la Tierra. Ni un olor, ni un ladrido, ni el más mínimo rastro. Brezo hubiera podido llegar a olvidarse de ellos, de no ser por el sueño que, noche tras noche, se le repetía: la lucha de Trueno con el San Bemardo y la mirada del cachorro tuerto, aguda como una acusación, intensa como un presagio.
Las punzadas en el costado eran cada vez más frecuentes, y un dolor continuo y sordo se había convertido en su constante com¬pañero. Cada vez tenía menos apetito; comía poco y, cuando lo ha¬cía, solía vomitar parte del alimento. Las costillas empezaban a marcarse bajo la piel, y el estómago había dejado de tener una apa¬riencia convexa para adoptar un aspecto cóncavo y enfermizo. Bre¬zo, por supuesto, continuaba cada día pastoreando el rebaño.
Mientras, el tumor que asolaba su hígado crecía, crecía, crecía...
Ocurrió durante el alba, dos semanas después de haber encontra¬do los cadáveres de los ciervos. Brezo dormía en el cobertizo que se alzaba junto al corral. Comenzaba a amanecer cuando los ruidos lo despertaron. Abrió los ojos y levantó la cabeza. Por un instante su corazón se detuvo.
Formando un semicírculo en torno al cercado, los perros de la jauría se alineaban como fantasmas de ojos rojizos. El ruido de dientes chasqueando el aire se fundía con los alarmados balidos de las ovejas. Brezo se levantó y corrió hacia la puerta del corral, in¬terponiéndose entre la jauría y el rebaño. Estaba aterrorizado, sa¬bía que no podía hacer nada, no ya contra casi cuarenta perros, sino frente a cualquier animal adulto, joven y sano. Aun así, estaba dispuesto a luchar y dar su vida por defender el rebaño. Pero él no era Trueno, tenía miedo.

Algunos perros ladraron al verlo. Todavía estaba muy oscuro, por lo que no se distinguían bien los rasgos de cada animal, aun¬que era evidente que todos aquellos perros eran mestizos. Las ra¬zas caninas habían sido una invención del Hombre, creadas me¬diante cruces selectivos. Pero se trataba de una creación tan frágil que habían bastado un par de generaciones para acabar con la laborde miles de años. Todos los perros de la jauría tenían el mismo tamaño y casi el mismo aspecto. Salvo uno, un gigante que se man¬tenía oculto en las sombras, y del que sólo se distinguía su enorme silueta.
Brezo frunció los belfos, mostrando los colmillos, y gruñó en tono bajo. Mantenía las orejas agachadas y el rabo entre las patas, intentando impedir que las feromonas que expelía su ano transmi¬tieran el terror que sentía.
Uno de los perros comenzó a ladrar y se acercó amenazador a Brezo. Era un macho algo mayor que el resto, sin duda un bravu¬cón que pretendía hacer méritos para ascender en la rígida escala social de la jauría. Brezo le dirigió un par de secos ladridos que, le¬jos de intimidarlo, parecieron darle nuevos bríos. Algunos de los miembros de la jauría unieron sus voces al estruendo. Las ovejas balaban y corrían de un lado a otro del corral, poniendo en peligro la precaria estabilidad de la cerca.
De pronto un ladrido grave como un trueno se dejó oír por enci¬ma del estrépito. Los perros enmudecieron. Un nuevo ladrido, y hasta las ovejas parecieron acallar sus balidos. De entre las som¬bras surgió el jefe de la jauría, un animal enorme, quizá no tan pe¬sado como había sido Trueno, pero sin duda más alto.
Era un mestizo de alano y San Bemardo.
Y le faltaba un ojo, era tuerto.
Brezo gimió. Reconocía su olor, no su aspecto. Había cambiado mucho desde que lo había visto siendo cachorro, hacía ocho años. Tenía la altura de un gran danés y la corpulencia de un mastín. Su corto pelaje era blanco y canela. La cabeza, grande y angulosa, le otorgaba un aspecto tan noble como amenazador; Su único ojo lo observaba fijamente, igual que un punto de mira centrado en una diana.
El jefe de la jauría se adelantó despacio, como un cíclope orgullo¬so, hasta detenerse a pocos centímetros de Brezo. El sol empezaba a despuntar sobre las cumbres de las montañas, y sus rayos bañaron de oro al gigante. Por unos instantes hubo un silencio casi sonoro. Luego el jefe bajó la cabeza y olfateó a Brezo con curiosidad.
Algo cambió en su mirada, quizá fue un relámpago de reconoci¬miento, una breve vacilación imprecisa, o simple sorpresa. Fuera lo que fuese, el gigante se inclinó y, casi con ternura, lamió la temblorosa cabeza de Brezo. Luego se apartó de él, se acercó a la puer¬ta del corral, levantó la pata y orinó sobre ella. Acto seguido se dio la vuelta e inició un tranquilo trote, alejándose del corral, del reba¬ño y de Brezo. Los otros perros contemplaron desconcertados la actitud de su jefe. No entendían por qué no había acabado de una simple dentellada con aquel perro viejo y enfermo, por qué no ha¬bía saltado la cerca para iniciar una matanza de ovejas, por qué se alejaba sin dejar su habitual firma de sangre y violencia.
Dos ladridos lejanos, la llamada del jefe, disiparon sus dudas. Todos los perros de la jauría, como un solo animal, se dieron la vuelta y partieron a la carrera. Brezo se quedó solo con las ovejas.
¿Por qué lo había hecho? ¿Por qué aquel perro tuerto se había comportado así? Quizá reconoció a Brezo y recordó a Trueno, el guerrero que había matado a su padre. Quizá sintió aprensión ante el aroma a ser humano que, aunque sutil, aún flotaba en el corral. O, más probablemente, distinguió el perfume de la muerte envol¬viendo, como el abrazo de una amante celosa, a Brezo.
Quién sabe... En cualquier caso, el jefe de la jauría había orina¬do sobre el cercado, dejando un nítido mensaje: «Éste es mi terri¬torio. Volveré».
Brezo gimió al notar un pinchazo particularmente agudo en el costado. Suspiró y se dispuso a sacar las ovejas del corral para di¬rigirlas a los prados altos.
Una tristeza infinita se aferraba a su garganta y le entrelazaba un nudo en el estómago.

No fue alegría lo que sintió Geosat al ver el rebaño (un satélite, por muy evolucionado que sea, no es un buen ejemplo de emotividad). Pero desde luego sí experimentó lo que podríamos llamar alivio in¬formático. Inmediatamente distendió algunos subprogramas que, hasta aquel momento, se habían dedicado a diseñar hipótesis sobre el misterio que envolvía la desaparición de la humanidad. A lo largo de los años, esas hipótesis, se habían ido tomando cada vez más ex¬travagantes. Una de ellas, por ejemplo, aventuraba que los hombres habían decidido establecerse en bases submarinas, matando previa¬mente a los que se oponían a la idea (eso justificaba los cadáveres en las calles). Otra, indudablemente solipsista, suponía que nada de lo que sus instrumentos percibían era real, y que lado se trataba de una invención de su mente electrónica. Pero la hipótesis en que última¬mente estaba trabajando era, con mucho, la más enajenada: la hu¬manidad se negaba a hablar con él, porque él, en algún momento, la había ofendido. ¿Cómo? Eso todavía era un enigma, pero no cabía duda de que se trataba de un gran pecado, algo tan atroz que el Hombre decidió volverle la espalda. Y de esa sencilla manera Geosat había descubierto la religión y la paranoia.
Pero todo aquello quedó borrado de un plumazo cuando su cáma¬ra Vidicom captó in imagen del rebaño de ovejas, en perfecta formación, dirigiéndose a los pastizales.
Un rebaño sólo podía ser obra del Hombre.
Geosat desconectó todos los subsistemas y se concentró en su A.V.H.R.R. para realizar una minuciosa labor de radiometría. Eran treinta y ocho ovejas guiadas por un perro de raza imprecisa (aunque por el pelaje y el tamaño podía tratarse de un alsaciano o un pastor belga). El corral se encontraba junto a una construcción baja, apa¬rentemente una vivienda, situada en una pequeña pradera entre las montañas.
Y no había rastro de hombre alguno.
Geosat completaba una órbita cada noventa minutos, lo que sig¬nificaba que dieciséis veces al día sobrevolaba la zona, de los Pirineos donde se encontraba el rebaño. Durante cuatro de esos días el satéli¬te estuvo escrutando la actividad del rebaño buscando cualquier sig¬no, el más pequeño indicio de la presencia de un hombre vivo. No ob¬tuvo resultado alguno, lo cual era un auténtico enigma; sin duda el pastoreo era una actividad inequívocamente humana. Entonces, ¿dónde estaban los hombres?
Concluido el cuarto día de observación, Geosat comenzó a radiar en dirección a la casa y el corral. Probo en la banda comprendida entre los cuatro y los seis gigaherzios y luego lo intentó con los enlaces militares situados en el espectro de los siete y ocho GHz. Durante cuarenta y seis órbitas ensayó multitud de frecuencias. Sin obtener respuesta.
Al quinto día, Geosat dejó de emitir señales de radio. Interrumpió también sus actividades de observación. De algún modo entró en un proceso de introspección casi catatónico. Su cerebro, el programa BRAYN, se había modificado sustancialmente con el paso de los años. El aislamiento lo había conducido a una intensa autonomía (algo in¬concebible para cualquier ordenador anterior a él), y esa autonomía lo había llevado, primero, a una forma elevada de autoconciencia, y des¬pués a un sentimiento obsesivo de culpabilidad. Finalmente Geosat aceptó su fracaso. No conseguía establecer comunicación con el Hombre y, puestas así las cosas, mejor era dejar de existir, acabar con el pensamiento porque el pensamiento sólo le producía dolor.
Lentamente (lentamente para un ser que razonaba casi a la velocidad de la luz) Geosat comenzó a borrar sus bancos de datos. Con casi humana melancolía, el satélite palpaba los conocimientos que había adquirido durante aquellos doce largos años, los saboreaba sintiendo algo parecido a la tristeza y luego los arrojaba al sumidero de la nada electrónica, del vacío magnético. Dijo adiós a todos sus registros de cartografía temática, a los análisis agrícolas, a las prospecciones geo¬lógicas. Con languidez, se despedía de sus observaciones meteorológi¬cas, de las evaluaciones marinas, de aquel curioso fenómeno que años atras había podido observar y captar, cuando una sorprendente lluvia de estrellas, las pérsidas, cayeron agrupadas sobre el océano Atlántico...
Un momento...
Geosat cesó su labor de destrucción de datos y se encontró súbita¬mente alerta.
Lluvia de estrellas, estrellas fugaces... ¡Por supuesta, ésa era la solución!
El satélite, metafóricamente hablando, respiró aliviado; había en¬contrado la manera de establecer contacto con el Hombre.
Sin pérdida de tiempo, Geosat empezó a realizar los cálculos nece¬sarios. Gracias a su soporte lógico Simugraph, estableció con exacti¬tud su posición en el espacio. Mediante radiometría obtuvo las coor¬denadas precisas del corral y la vivienda. Los sensores de a bordo le proporcionaron una evaluación estricta de sus reservas de combusti¬ble. Luego, con alearía matemática, dedujo el empuje necesario, la balística adecuada y todo el sinfín de pequeños factores que podían afectar al correcto desarrollo de su plan.
Finalmente realizó un breve estudio de las condiciones atmosféri¬cas de la zona. No deseaba de ninguna manera que una tormenta inesperada le hiciese errar sus cálculos, o que un cielo encapotado impidiera la observación del espectáculo que se proponía ofrecer a la humanidad.
El telesondeo le advirtió de que un frente frío proveniente del norte había barrido toda Europa, arrastrando nubes escarchadas de nieve. Los cumulonimbos cubrían la cordillera de los Pirineos e impedían la visión del cielo nocturno.
Geosat suspendió la operación que se proponía llevar a cabo, des¬conectó la mayor parte de sus sistemas y se mantuvo a la espera de que el clima cambiase.
Estrellas fugaces, sí...
Pronto establecería contacto con el Hombre.

Brezo supo que iba a morir. No se trató de un pensamiento cons¬ciente, por supuesto. Fue instinto. Además, el dolor del costado era cada vez más intenso, y él se sentía tan débil...
El clima había cambiado. De la noche a la mañana la primavera parecía haberse marchitado para abonar un fruto tardío del invierno. El viento soplaba gélido y las nubes, apelotonadas sobre la; montañas, habían regado de nieve las cumbres más altas.

Brezo no se sentía capaz de conducir el rebaño a lugar alguno, por lo que se limitó a abrir la puerta del corral y a permitir que las ove¬jas pastaran libremente por los alrededores. Tan sólo de vez en cuando se veía obligado a reunir fuerzas para evitar que alguna oveja se alejase demasiado.
Y fue precisamente una oveja lo que lo llevó a entrar; por prime¬ra vez en su vida, en la casa del pastor.
Miel, el único ejemplar de color negro con que contaba el reba¬ño, decidió adentrarse en la casa. Por supuesto no había ninguna razón para ello: ni en el interior había comida, ni ella estaba bus¬cando protección. Pero las ovejas, ya se sabe, se rigen por la alea¬toria batuta de la estupidez. Brezo, olvidando su dolor ante tama¬ño sacrilegio, corrió al interior de la casa y sacó a mordiscos a la intrusa.
Una vez hecho esto, Brezo se dio cuenta de que había estado dentro del sanctasanctórum y nada había pasado. Ni un relámpago lo había fulminado ni el fantasma de Rayo se le había aparecido como un espíritu vengador. Permaneció unos instantes en el um¬bral, dudando, hasta que por fin se decidió a entrar de nuevo.
El interior de la casa estaba cubierto de polvo. Paredes, muebles, cortinas; todo tenía una apariencia gris y ajada, como si el tiempo hubiese cubierto de alas de mosca cada rincón del lugar. Brezo cru¬zó el salón y se internó en la cocina. Sobre los anaqueles, unas latas de conserva, que tiempo atrás habían reventado por la fermentación de los alimentos, parecían extraños cilindros incrustados de una sustancia parda y reseca. Brezo olfateó el mantel que se arru¬gaba sobre la mesa de madera, y los platos polvorientos y la loza resquebrajada por las heladas. Percibió en ellos el débil olor del pas¬tor y, por unos instantes, volvió a ser el cachorro que medio muerto de hambre y frío se ocultaba bajo un arbusto, doce años atrás.
Salió de la cocina. Al final del corto pasillo una puerta entorna¬da preludiaba el dormitorio. Brezo se detuvo ante ella. Una dolorosa punzada hirió su costado, pero, concentrado en el olor del pastor que manaba intensamente del interior de la habitación, no hizo caso de ella. Durante unos segundos creyó que el pastor se¬guía vivo, que saldría furioso del dormitorio para abatir sobre él un justo castigo. Pero no, sobre las huellas del pastor notaba el hálito de la muerte.
Brezo entró en la habitación. La luz se filtraba a través de los vi¬drios rotos de la ventana y, como el halo dorado de un proyector, iluminaba el esqueleto caído junto a la cama. Brezo lo olfateó con timidez... Sí, aquellos eran los restos del pastor. Ahí, en el intrinca¬do laberinto de las vértebras, entre los arcos geométricos de las cogullas, en aquella blanca estructura de hueso y marfil, se encon¬traba el epílogo de un hombre, el resumen torpe y estático de una vida fugaz, una gota de agua perdiéndose en el mar. Muy poca cosa, nada...
Un cansancio de piedra se abatió sobre Brezo. Gimió y se sentó tambaleante. El dolor clavó en él tenazas ardientes, robándole el aliento. Sus ojos se nublaron de lágrimas, y la muerte pareció aca¬riciarle el hocico seco y caliente. A poco, igual que una nube apar¬ta su velo del sol, el dolor se difuminó y el aire regresó a sus pul¬mones. Brezo respiró agitado y volvió a mirar el esqueleto. Estaba caído en el suelo, boca abajo, con el brazo derecho extendido hacia una pequeña mesa de roble. Probablemente el pastor, en sus últi¬mos instantes, había intentado incorporarse para coger algo. ¿Pero qué? Sobre el tablero de roble sólo descansaban dos cosas: una ja¬rra, que en otro tiempo había contenido agua, v un marco de alpa¬ca con una foto. El retrato de una mujer joven, un retrato ya viejo cuando el pastor vivía.
¿Qué sed había intentado saciar aquel hombre solitario? ¿Sed de agua o sed de compañía...? Brezo se levantó torpemente y caminó hacia la puerta. Antes de salir dirigió una última mirada al esque¬leto. Había visto muchos huesos a lo largo de su vida, demasiados. El mundo parecía hecho de huesos.
Cuando el viejo perro abandonó la casa, un trueno lejano anun¬ció la tormenta. Poco después comenzó a nevar.
Brezo -quién sabe de dónde sacó las fuerzas— consiguió encerrar el rebaño en el cercado. Por última vez repitió el viejo truco e hizo girar con la boca el madero que sellaba la puerta del corral. Luego, mareado por el esfuerzo, se tambaleó hacia un lado, respiró hon¬do, vio que varias ovejas habían quedado fuera, desperdigadas por los campos, y pensó en ir a buscarlas, y luego pensó que no podría, y luego el dolor volvió a él.
Aulló y se retorció sobre el suelo, vomitó bilis y sangre, la saliva espumó en su boca y los ojos giraron enloquecidos. Entonces el do¬lor trascendió al dolor, y Brezo se desmayó sobre el suelo jaspeado de nieve.

Horas después, un fuerte viento del este sopló sobre las montañas y arrastró las nubes. En ese momento la zona nocturna cubría de sombras aquel lugar del planeta. Los Pirineos mostraron su cara a las es¬trellas.
Geosat se reactivó suavemente. La visibilidad del cielo situado so¬bre el corral era completa: su plan podía llevarse a cabo. Con precau¬ción volvió a revisar todos los cálculos. Luego inició la cuenta atrás. Todavía tenia que cubrir una órbita casi completa antes de dar el si¬guiente paso.
Setenta y cuatro minutos después Geosat usó las pequeñas tobe¬ras laterales para crear una impulsión tangencial que lo hiciese girar sobre su eje. El propulsor principal quedó orientado en la posición correcta. Unos minutos después el satélite alcanzó el punto orbital adecuado para iniciarla ignición.
0001010, 0001001...
Geosat había encontrado en el rebaño una prueba inequívoca de la presencia del Hombre, aunque no había conseguido comunicarse por radio. Pero lo que sí podía hacer era establecer comunicación visual.
0001000, 0000111...
Si utilizaba el poco combustible que le quedaba para descolgarse de su órbita (ya de por sí descendente.) y lanzarse hacía la Tierra, igual que un saltador zambulléndose en la piscina, para ira caerá unos dos kilómetros de distancia del corral y del rebaño, entonces, sin duda, se convertiría en un fenómeno luminoso claramente visible por cualquier humano que se encontrara cerca,
0000110,0000101...
Al entrar en la atmósfera la mayor parte de su masa .se incendiaría, convirtiéndolo en una estrella fugaz de inusitada brillantez. Y al cho¬car sus restos contra las montañas, el ruido de la explosión comuni¬caría su presencia en muchos kilómetros a la redonda. Y el incendio que provocaría toda aquella energía cinética convertida en calor sería una huella mas de la presencia de Geosat, su testamento final.
0000100, 0000011...
Eso significaba entrar en contacto, ¿no es cierto? Eso suponía cumplir por fin la misión que se le había encomendado.
0000010,0000001...
Geosat, por supuesto quedaría destruido. Su mente se disolvería en cenizas. Su memoria y su identidad se esfumarían, como la llama de un candil bajo el viento. Pero eso carecía de importancia; lo único primor¬dial era abrazar su destino y entrar en comunión con la humanidad.
0000000.
Una diezmillonésima de segundo antes de conectar el motor, Geosat radió a la Tierra un último mensaje: «Soy Geosat Allá voy».
Luego la tobera vomitó durante veintidós segundos un intenso torrente de llamas, arrancó al satélite de su órbita, y lo proyectó con vio¬lencia contra la superficie de la Tierra.
Al alcanzar la atmósfera, las antenas y los paneles se volatilizaron, la cubierta exterior se ciñó un traje de fuego, y los delicados circuitos del ordenador de a bordo se vieron colapsados por el intenso calor.
Unas décimas de segundo antes de desaparecer para siempre, la mente de Geosat experimentó algo así como la felicidad.

Era otra vez un cachorro. Estaba encima de Trueno, jugando a morderle el espeso pelaje que le crecía sobre el pecho titánico. El mastín gruñía suavemente, como un gato satisfecho. Brezo se sen¬tía feliz.
Cambio.
El jefe de la jauría lo contemplaba con su único ojo, brillante y amenazador. Era un gigante, un dios severo e inmenso, más gran¬de que las montañas.
Cambio.
El pastor apacentaba el rebaño ¡unto a un estanque de agua cla¬ra. Pero el pastor era un esqueleto, y las ovejas eran esqueletos, igual que Trueno y Rayo. Esqueletos.
Brezo corrió asustado, alejándose del rebaño. Tenía sed. Co¬menzó a beber en el estanque. Su reflejo en el agua le devolvió la imagen de una calavera pálida.
Cambio.
De nuevo era un cachorro. Muy pequeño, apenas una bola de pelo. Alguien lo acariciaba, acurrucándolo entre sus brazos. Era un niño. Pero Brezo nunca había visto a un niño... ¿Cuándo había ocurrido aquello? ¿Quién era aquel niño? Brezo se sentía protegi¬do y feliz en manos del cachorro humano. Pero el niño lloraba...
Brezo recuperó la conciencia. No tenía fuerzas para incorporar¬se, de modo que siguió tendido sobre el suelo, entre la nieve caída. No sentía dolor, ni frío. No sentía nada. Logró levantar un poco la cabeza. Miró al cielo. Un fuerte viento había arrastrado las nubes, dejando al descubierto un mar de estrellas. Sus estrellas. Brezo se sintió feliz y tranquilo.
Una estrella fugaz comenzó a cruzar el firmamento, trazando un luminoso arco sobre el horizonte.

Los últimos restos de Geosat alcanzaron la troposfera y se precipi¬taron ardientes sobre las montañas. El satélite se había convertido en un cometa cuya cola de fuego rubricaba el cielo estrellado. Por fin Geosat había establecido contacto.

¡Era tan hermoso! Brezo suspiró mientras sus ojos se llenaban con la luz de aquel espectáculo nocturno. Las estrellas le dirigieron guiños de complicidad, como viejos amigos que se encuentran des¬pués de una larga ausencia. Finalmente, los últimos restos del satélite alcanzaron las capas más bajas de la atmósfera y se estrella¬ron contra el suelo. Una bola de fuego se elevó sobre el horizonte. Las llamaradas trenzaron arabescos por encima de la copas de los árboles, incinerando abetos y pinos, fresnos y hayas.
Unos segundos después, el estampido de la explosión sacudió el valle.
Y Brezo, el viejo perro, el último perro del Hombre, con los ojos todavía llenos de estrellas, exhaló una bocanada de aire y murió.


Epílogo

Una hora después del amanecer las ovejas empezaron a inquietar¬se. A sus hocicos llegaba el alarmante olor a humo que provenía del cada vez más cercano incendio. De modo que se agruparon en un extremo del corral, apretándose unas contra otras, empujando las carcomidas tablas hasta que un tramo del cercado saltó en pedazos.
Fue Agria la primera en abandonar el corral, seguida casi inme¬diatamente por el resto del rebaño. La amenaza del fuego las em¬pujó a seguir el sendero sin dilación alguna. Inconscientemente, tomaron el camino de los prados altos.
Al llegar al bosque de hayas, Agria, que como siempre marchaba delante, se detuvo. El cortafuegos comenzaba a su izquierda. El ca¬mino correcto serpenteaba a la derecha. Vaciló. El olor a humo, a su espalda, la empujaba hacia adelante. Pero el delicioso aroma de la hierba fresca la invitaba a internarse en el bosquecillo.
Las ovejas balaron impacientes.
Agria sacudió la cabeza y se adentró en el cortafuegos. Ésa fue su sentencia de muerte.
Las ovejas no son una raza natural. Fueron obra del Hombre, hace seis mil años, en las lejanas tierras de Mesopotamia. En cier¬to modo, las ovejas son un producto más de la humanidad, como las máquinas, los perros, la poesía, el trigo o el maíz. Las ovejas fueron despojadas de sus instintos, así que apenas distinguen el pe¬ligro y no pueden subsistir por sí mismas. Las ovejas no tienen ini¬ciativa ni voluntad, sólo estómago.
Por eso el rebaño subió alegremente la colina, a través del bos¬quecillo, y se detuvo al borde del barranco. Allí, olvidado el cerca¬no incendio, continuaron su festín de jara y laurel, de espliego y re¬galiz.
Hasta que el fuego llegó a su lado, incendiando los arbustos y las hayas del bosque, los matojos y la maleza del cortafuegos. Enton¬ces las ovejas balaron de terror y se apretujaron, empujándose ha¬cia el barranco.
Agria fue la primera en caer; su cabeza se destrozó contra una aguja de piedra. Tomillo la siguió poco después. Y Lechosa, y Miel, v Amarga, y Dulce...
Algo del Hombre continuó vivo mientras sus obras y sus crea¬ciones siguieron funcionando. Pero las máquinas pararon, y tam¬bién lo hicieron las ciudades, y la música y los reactores nucleares, y los parques de atracciones, y los satélites artificiales.
Hasta que sólo quedó un perro y su rebaño.
Pero el perro también murió.
De modo que, mientras las ovejas se despeñaban, una a una, la humanidad fue contando sus cuerpos lanosos, tarareando una canción de cuna...
Buscando el sueño final.

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