Galería de ensayo mexicano: Las entrañas de la furia, de Rafael Toriz

Rubem Fonseca  

Iniciamos hoy la publicación de nuetra Galería de Ensayo Mexicano que ofrecerá a los mejores ensayistas de nuestro país. En nuestra primera entrega presentamos a Rafael Toriz (Jalapa, 1983), dueño de un estilo ya inconfundible. Toriz mereció el Premio Nacional de Ensayo Carlos Fuentes.

 

Las entrañas de la furia

 

Nada debemos temer, excepto las palabras

Rubem Fonseca

 

Habrá que decirlo sin vergüenza: existen obras tan completas que no precisan comentario. Citarlas y manosearlas puede paliar ciertas obsesiones pero nunca constituir su fundamento. Antes bien es la crítica, espléndida rémora, quien necesita de andamiajes, hipótesis, premisas y criterios para orientar lecturas, controlar impulsos o metabolizar conceptos. En el caso de Fonseca –su obra es descarnada maravilla– acaso sea necesario proferir unas palabras para resistir el espanto y la algazara de contemplarnos ante el espejo.

Sus cuentos, ejemplos contundentes y extraordinarios del género, oscilan entre la realidad asesina y la crueldad extrema, entre la opulenta agresión de la burguesía y la afilada violencia de la miseria; pero sobre todo el brutalismo de su obra radica en el lenguaje, en el manejo preciso y corrosivo del lenguaje para dar cuenta de un mundo despiadado al que más que nombrar es preciso herir y suturar, hacerlo estallar con un impacto que nos recuerde que esa pesadilla, esa realidad, no sólo existe sino que predomina. El terror de nuestro mundo está encerrado en las palabras.

Leer los cuentos de Fonseca (Juiz de Fora, Mina Gerais 1925), además de gramaticalizar con ironía circunstancias pavorosas, amores imperfectos y personajes verdaderos, es una invitación a mano armada para aceptar sin miedo esa furia subterránea que nos late en la entrañas.

 

Adicciones peligrosas

Infinitas son las posibilidades de adentrarse en los abismos, despeñarse en la desgracia o materializar los miedos. Entre ellas la que nace de las palabras tiene la capacidad de entreverar en un mismo estadio la sordidez del paraíso con la gracia infierno. La literatura de Fonseca, como la añoranza y el deseo, es algo más que una droga dura. Adictiva, placentera y demoledora, su literatura origina un gozo intenso, en ocasiones absoluto. En mi opinión ése es uno de sus principales hallazgos, su capacidad de destruir y proponer, de testimoniar y hacer incendio. La literatura de Fonseca es un imán que oscila entre el temor y el temblor que va de la sorpresa sangrienta al cinismo galante sin dejar de lado la parodia descarnada o el humor inteligente. Leer a Fonseca, en mi caso vicio confeso y sostenida pasión, es compartir una mirada crítica, consciente e irrebatible de la condición humana. Sus frases, cortas y sugerentes, revelan personalidades complejas y radiografían las relaciones sociales tan disparejas y simbólicas de una sociedad desquiciada, riquísima y fascinante que, ubicada en Brasil (por lo general en Río), ejemplifica vivamente características comunes a distintos territorios de América Latina, particularmente a los conflictos recurrentes de las grandes capitales:

¿Ya viste cómo bailan las blancuchas? Levantan los brazos en alto, creo que para enseñar el sobaco, lo que quieren enseñar es realmente el coño pero no tienen cojones y enseñan el sobaco”/; “Voy a confesar algo, soy poeta. Escribo poemas todos los días, pero a escondidas, no los muestro, por ahora”/; “Coger con prostitutas es muy agradable, la variedad es espléndida e infinita. Existen las putas suaves, las turbulentas, las ignorantes, las que leen libros de metafísica”/; “El éxito es repulsivo, casi tanto como las personas”/; “Me irritan esos sujetos que andan en Mercedes, Lo bocina del carro también me fastidia”/; “Donde yo paso el asfalto se derrite.

Muchos de los personajes de sus cuentos son miserables para los cuales la única opción de justicia es la venganza, esa humana necesidad de consumirse a través del aniquilamiento de los otros. Su ya mítico personaje de “El cobrador”, especie de Robin Hood radical con ánimos de poeta, es de una complejidad, dureza y ecuanimidad necesariamente impresionantes. El cobrador es un hombre verdadero. El cuento, perfecto para decirlo de una vez, es el discurso oscuro e incómodo que refleja con categórica certeza la fracasada modernidad latinoamericana a través de un comportamiento violento y barbárico que se revela como complemento –acaso debiera escribir fundamento– de las sociedades obnubiladas por un sistema económico carnicero y políticamente corrupto que condena a la mayoría a una desahuciada y miserable periferia, a ser espectadores resentidos de su propia vida. De allí que, un menesteroso desdentado con hambre infinita se decida a cobrar lo que le deben, a poner las cosas en su sitio:

Odio a los dentistas, a los comerciantes, a los abogados, a los industriales, a los funcionários, a los médicos, a los ejecutivos, a esa canalla entera. (…) ¡Yo no pago más nada! ¡me cansé de pagar! (…) ¡Ahora sólo cobro!(…). La calle llena de gente. Digo, dentro de mi cabeza y a veces para afuera, ¡me está todo mundo debiendo! Me deben comida, coños, cobijas, zapatos, casa, carro, reloj, dientes, todo me deben. Un ciego pide limosna sacudiendo una escudilla de aluminio con monedas. Le pego una patada a la escudilla y el sonido de las monedas me irrita. Calle Marechal Floriano, casa de armas, farmacia, banco, putas, fotógrafo, Light, vacuna, médico, Ducal, vastas muchedumbres. Por la mañana no se consigue andar en dirección de la Central, la multitud viene arrollando como una enorme oruga ocupando toda la calzada.

Este fragmento, lúcido y virulento como buena parte de su literatura, es una de las posibles consecuencias del individuo enfrentado a una ciudad sin otra opción que la furia como guarida, como alimento. No es de extrañar que, en una calle atestada hasta el hartazgo de individuos sin rostro, imbuidos en una cinética que sólo consiente el slam desangelado de las grandes avenidas y el desprecio clasista como saludo en los cruceros, un hombre armado se anime a despejar su camino para construir un espacio que lo contenga y justifique: una ciudad para sí mismo en su pequeño día de furia. Realidades trepidantes, de tono parecido, figuran en los cuentos “Feliz año nuevo” y “Ciudad de Dios”.

Empero es preciso no ofrecer una imagen errónea o tendenciosa de su obra. Sus cuentos, en muy buena parte, son una alegría nutrida del sarcasmo, la inteligencia y el retrato sin retoque. Muchos de sus relatos están poblados por escritores, empresarios, detectives, enanos y apetitosas prostitutas. Su mirada sobre la burguesía es tan precisa y descarnada como sugerente e indiscutible la que ofrece sobre los pobres. Es la suya una escritura coral, un perfecto termómetro para una época convulsa, cínica y solitaria. Algunos de sus cuentos más logrados son verdaderas gemas del género. “Intestino grueso”, “Pierrot de la caverna”, “Llamaradas en la oscuridad”, “Artes y oficios”, “Shakespeare”, “Amarguras de un joven escritor”, “Comienzo” o “Cuadernito de nombres” son textos que hacen de la literatura su eje satelital. A su vez novelas como El caso Morel, Bufo & Spallanzani, Vastas emociones y pensamientos imperfectos o Diario de un libertino son ejemplos de una sostenida preocupación formal unida a conocimiento de modelos populares como la novela negra o el género policiaco. En cierta medida Fonseca continúa la tradición inaugurada por Cervantes de parodiar un género tradicional y manido para ofrecer un híbrido más fuerte, de mayor calidad, vigor y seducción. El brasileño se ha valido en numerosas ocasiones de técnicas y trucos de géneros aceptados por “el gran público” y ha conseguido gratísimos resultados. Los suyos son libros sobre libros (la preocupación literaria suele ser una constante) con asesinatos y mujeres hermosas en el medio, citas ilustradas que revelan en un instante la psicología profunda de los personajes, como sucede en su última novela El seminarista. Así, en “Cuadernito de nombres”, uno de mis cuentos preferidos, es posible leer el diario del protagonista, quien suele llevar, como algunos escritores, un registro secreto de las mujeres con las que fornica: “Andressa. Chupa. Anal. Celulitis. No sabe quién es Florbela Espanca”.

Otros cuentos, por el contrario, hacen de los enanos el foco del relato. En el libro La cofradía de los espadas uno de los relatos, “LE”, cuenta la historia de un curioso grupo de caballeros que se dedica a lanzar enanos con motivos deportivos ante la sorpresa de una fémina políticamente correcta que se revela incapaz de tolerar el evento. Por su parte en El agujero en la pared se destaca la historia de “El enano”, un minúsculo chantajista pendenciero que gracias a su impertinencia y mezquindad acabará asesinado, encerrado en una maleta de discretas proporciones. En la novela El gran arte aparecerá un personaje tan digno de memoria como el Fischerle de Canetti o el Alushe de Tinieblas. Se trata de Zakkai, Nariz de fierro, un enano negro hijo de puta que conservo en mi galería de personajes involvidables.

La obra de Fonseca, en su totalidad, registra el entrecruce de dominios sexuales, políticos, cómicos y trágicos siempre tamizados por una inquietud estética, como lo demuestra el que acaso sea su mejor libro, Agosto, una obra tan sobrecogedora como perfecta. Si tuviera que aventurar una característica sobre su trabajo, y por fortuna no tengo que hacerlo, diría que la literatura de Rubem Fonseca es la erudición en armonía que se fue de carnaval.

 

Cobrar al cobrador

Es sabida la aversión de Fonseca a dar entrevistas, volverse opinólogo o cumplir la labor de intelectual mediático. Ante la necesidad histórica y social de ubicarlo en un lugar dentro de la república letrada bien podríamos colocarlo en la esquina opuesta a José Saramago o Carlos Fuentes. Fonseca es un personaje convencido de que la voz de los autores deben ser sus libros, hecho que me parece admirable y honrado. Sin embargo hay una frase contenida en Diario de un libertino, novela escrita a la manera de un diario, que mueve a la reflexión y el debate:

Si mi biografía está sólo en mis libros, considerados, como dijo un crítico, un repertorio inmundo de depravaciones, perversiones, degradaciones e inmoralidades repugnantes, seré muy mal interpretado. La biografía de un escritor puede estar en sus libros, pero no según la visión simplista de los zuckermanianos. Fernando Pessoa dijo: lo que soy es porque vendieron la casa. Eso es parte importante de la biografía completa de Pessoa, que hayan vendido su casa. Él era poeta, los poetas, esos grandes filósofos, dicen verdades. Nosotros, narradores, decimos verosimilitudes.

No puedo dejar de comparar este penetrante fragmento con aquella categórica sentencia de Octavio Paz al respecto de Pessoa en su ensayo “El desconocido de sí mismo”, la cual asegura alevosa que “los poetas no tienen biografía. Sus libros son su biografía”, opinión con la que el narrador de la novela (y acaso también Fonseca) estaría, como yo, en desacuerdo.

La obra de Fonseca, espléndida y lúcida, es un arma incluso contra sí misma y por eso es inmune a inepcias y vicios que podrían contrarrestarla. Su literatura es escarnio en carne propia y burla puesta en escena para no sucumbir ni siquiera ante sí mismo. La furia que la sostiene se alimenta de sus propias entrañas, un cáncer abatido por el cáncer; de ahí que sostenga en alguna página una frase dirigida a aquellos lectores que “idealizan al idiota que escribe, se apasionan por un mito, esperan que él realice sus delirios alegóricos. Los escritores son malos amantes, malos amigos, mala compañía”. Frases como esta son las que le permiten asegurar a Tomás Eloy Martínez, en el prólogo a la bellísima edición brasileña de sus 64 contos…, que la obra de Rubem “instala el miedo y el mal en el interior del lenguaje, cada una de sus palabras es como una nota musical arrancada de la sinfonía del mal (…) Las palabras que desafía tejen un dibujo que el lector jamás podrá desentrañar, como sucede con las moscas capturadas por la voracidad de la araña”.

Había que decirlo sin vergüenza, la obra de Fonseca no necesitaba mis palabras. Sin embargo son otra posibilidad para perderme en sus abismos y pagar lo que le debo.

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