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Una defensa no solicitada

Sanín no necesita que yo asuma su defensa, pero al defenderla a ella me estoy defendiendo a mí.

Uno puede decir (y pensar) muchas cosas de Carolina Sanín, la escritora, columnista y profesora universitaria, que tiene una capacidad asombrosa para armar polémica y es firme en la defensa de sus convicciones. A ella le encanta decirle al pan, pan, y al vino, vino, lo cual no es de buen recibo en esta sociedad en la que somos alérgicos a ir directamente al grano y a llamar las cosas por su nombre.
Aunque no siempre me agradaban las columnas de Sanín en El Espectador, casi nunca me las perdía; pues, a pesar de mis desacuerdos con ella, creo que escribe bien y que es una persona frentera, que no se mide a la hora de defender sus puntos de vista, cosa que siempre valoro en los demás, más allá de la coincidencia con sus planteamientos.
Pero regreso al comienzo para decir que sin importar la simpatía o el agobio que a uno le puedan generar las posturas de Carolina Sanín, lo que resulta innegable es su inteligencia, su preparación y su claridad mental, características que a menudo ella adoba con una pizca de altivez que a mí no me choca, pero que a muchos les fastidia.
Por supuesto, hay muchas personas con grandes cualidades que son humildes, tranquilas y discretas, lo cual les granjea aplausos por doquier. Sin embargo, el hecho de que un pensador exhiba algo de pedantería o de sobradez a mí no me parece necesariamente reprochable. Borges o Dalí, por citar un par de ejemplos, no se destacaban por su modestia, pero al hablar de ellos nadie hace hincapié en ese detalle; al fin y al cabo, a los creadores o a los intelectuales –y en esta categoría está Sanín por derecho propio– no se les valora por su simpatía sino por su sabiduría; no se les juzga por su popularidad sino por su inteligencia; no se les mide por la frecuencia de sus sonrisas sino por la seriedad de sus conceptos.
En otras palabras, a mí la falsa modestia me sabe a cacho y Carolina Sanín puede ser todo lo soberbia que quiera, cosa que me tiene sin cuidado. Lo que sí me molesta, en cambio, es que cuando ella y otras mujeres cometen ese pecado es mortal, pero cuando lo cometen algunos hombres es venial y por lo tanto la sociedad no los señala ni intenta censurarlos.
En este tema Sanín se mueve como pez en el agua y bastante conocidas son sus posiciones contra la desigualdad de las mujeres, mal que en nuestro medio se suele subestimar o ignorar, a pesar de que nos las damos de ser un país muy de avanzada.
Es vergonzoso ver a diario las numerosas manifestaciones machistas que se presentan incluso en supuestos ambientes intelectuales, donde también tratan de descalificar a las colombianas no por lo que dicen o piensan, sino por el mero hecho de ser mujeres.  (Artículo relacionado: Esas 'sutiles' exclusiones)
¿Se imaginan, por ejemplo, cómo reaccionaría la opinión si en un evento multitudinario en la Feria del Libro una mujer hablara en los términos en que lo hace Fernando Vallejo? Claro, como es hombre, en el peor de los casos lo califican de iconoclasta o irreverente. Si se tratara de una mujer, no la rebajarían de histérica o de insatisfecha sexual.
Con indeseable frecuencia no pocas funcionarias, empresarias, deportistas, dirigentes políticas o artistas son objeto de tratos insultantes, en episodios que son una forma de violencia de género tolerada por la sociedad, con un buen grado de complicidad de entidades del Estado y de los medios de comunicación, que no solo minimizan tales conductas, sino que reproducen sin criterio las ofensas.
No soy amigo de Carolina Sanín y con toda seguridad ella no necesita que alguien como yo asuma su defensa. (Al fin y al cabo no soy más que un individuo criado en esta cultura machista, de cuyos vicios no me he podido liberar del todo). Sin embargo, de algún modo siento que al defenderla a ella también me estoy defendiendo yo mismo.
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