Por fin llega el otoño para mostrar ese mosaico de colores y ese misterio continúo que se oculta entre ráfagas de viento y lluvia.
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Siempre me ha gustado el otoño. De alguna forma nos hace a todos más sinceros y quizás sea la época en la que volvemos a comenzar, en la que paseamos borrachos de amor en búsqueda de una nueva oportunidad. Solo así, el eterno retorno se vuelve irresistible para aquellos peregrinos que tienen sed de pasión y necesitan el calor de una buhardilla desconocida.
Creo que el otoño, con sus planes desorganizados, resulta impredecible: nadie espera nada, pero es cuando los encuentros fortuitos y la incontenible necesidad por estar acompañados resurge con más fuerza. Dice un proverbio irlandés que “si no siembras en primavera, no cosecharás en otoño”; y yo, que soy experto en llevar la contraria, me encanta pensar que es al revés… ¿me entienden?
Por fin llega el otoño con ese torbellino de hojas muertas y esa presencia inconmensurable. Se acortan los días; se intensifican las verdades y los placeres dejan de ser efímeros. Es entonces cuando te sientes preparado para escuchar su música: una melodía incontrolada expresada por un piano que se siente desolado explorando un recoveco insólito.