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No temas al robot robatrabajos: 3 síntomas de que ya está pasando algo mucho peor
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Héctor G. Barnés

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No temas al robot robatrabajos: 3 síntomas de que ya está pasando algo mucho peor

La automatización hará prescindibles muchos empleos, dicen. Pero el problema quizá no se encuentre ahí, sino en qué estamos dispuestos a hacer para conservar nuestro puesto

Foto: Los replicantes duraban cuatro años y no tenían lazos personales: eran el empleado perfecto.
Los replicantes duraban cuatro años y no tenían lazos personales: eran el empleado perfecto.

Voy a empezar como un viejo columnista. Estaba cortándome el pelo el otro día en mi barbería de confianza cuando comencé a explicarle a la peluquera por qué prefiero ir a un establecimiento de barrio que a una de esas cadenas que cada vez abundan más en las grandes ciudades. Ella había comenzado su carrera, como tantos otros, en una de estas franquicias, y tenía mejores motivos que yo para detestarlas. Yo, como mucho, me había llevado algún trasquilón; ella había tenido que enfrentarse a algunas de las peores dinámicas laborales que uno puede imaginar, pero que son cada vez más comunes.

Eso se traduce en un sueldo base bajísimo y un montón de complementos que dependen del número –sí, del número– de cortes que los peluqueros sean capaces de hacer durante su jornada. En definitiva, da igual que el usuario de estas cadenas de 'fast food' capilar quede más o menos contento, lo importante es la velocidad. Dado que el número de clientes potenciales es limitado y cada uno supone un significativo ingreso adicional, uno puede imaginarse la dinámica de zancadillas al compañero y arribismo que terminan poniéndose en juego en este contexto de inexperiencia, precariedad y jornadas larguísimas. Como explicaba la peluquera, es difícil decir que no a dicha dinámica cuando estás dentro; tan solo cuando consigues salir de ello te das cuenta de hasta qué punto has renunciado a tus principios por un puñado de euros.

Si somos más baratos, obedientes y trabajadores que un robot, a nadie se le ocurrirá sustituirnos por uno de estos sistemas de automatización

Ante escenas como esta, es difícil no compartir el sentimiento de Rick Deckard al final de 'Blade Runner' al sospechar que era un replicante: ¿y, si en realidad, los robots que nos van a robar los trabajos somos nosotros? Los sistemas de automatización tan solo resultan rentables si son más baratos y eficaces que la mano de obra humana que sustituyen. Por lo tanto, si devaluamos la calidad del empleo hasta el punto de que la robotización sea la más barata de las posibilidades, no deberemos temer por perder nuestro puesto. El truco para no ser sustituidos es ser más baratos, obedientes y cansarnos o averiarnos menos que un androide.

Foto: Vikram Pandit, en 2010, cuando era CEO de Citigroup. (Efe) Opinión

Ya lo explicó Norbert Weiner, el padre de la cibernética, en 'El uso humano de los seres humanos': “Recordemos que la máquina automática es justo el equivalente económico del trabajo con esclavos. Cualquier forma de trabajo que compita con él deberá aceptar las consecuencias económicas del trabajo de esclavos”. La lógica es palmaria y terrible, pero real. Tan solo convirtiéndose en un robot (o algo aún menos humano), el hombre puede competir con ellos. Lo sabía bien el sociólogo Sidney Willhelm cuando retrató en 'Who Needs the Negro?' cómo la revolución tecnológica en las industrias manufactureras de ciudades como Chicago o Detroit provocó que “el negro haya pasado de un estado histórico de opresión a uno de inutilidad”. Rendirse a condiciones cada vez peores es la manera de evitar quedar obsoleto, aun a riesgo de ser víctima de esa opresión.

La jornada laboral de 90 horas

Localizo en Twitter una sorprendente oferta de trabajo retuiteada por un amigo que vive en Londres. Se trata de Deep Learning, una de esas empresas punteras de inteligencia artificial que prometen cambiarlo todo “igual que la electricidad lo hizo hace 100 años”. Lo llamativo, no obstante, no es su carácter disruptivo, sino el mensaje que aparece bajo la etiqueta de “una fuerte ética de trabajo”: “No es raro ver a los miembros del equipo en la oficina tarde por la noche; muchos de nosotros trabajan habitualmente entre 70 y 90 horas a la semana”. Una ética muy decimonónica, teniendo en cuenta que la reivindicación de una jornada de ocho horas diarias de Robert Owen tiene ya más de dos siglos.

Era uno de los mejores trabajadores que había visto, dispuesto a trabajar sin parar: "Su productividad cayó cuando fue internado en un manicomio"

Más llamativo resulta que sea uno de esos sectores de alta cualificación y, en concreto, una labor que supuestamente ofrece un gran futuro profesional. Mi colega me recuerda que estos horarios no son aún normales en España, pero sí en empresas de Silicon Valley; también, que es imposible escribir código de calidad con un horario semejante. Son cada vez más los que señalan que programar es uno de los empleos esclavos por excelencia del sector tecnológico. En un texto que se viralizó hace un par de años, Kenneth Parker recordaba la experiencia de un compañero que era “uno de los mejores trabajadores” que había visto en su vida, siempre dispuesto a trabajar más, incluso en fines de semana. “Su productividad no fue tan buena cuando lo internaron en una institución mental”.

Después de publicar la oferta de trabajo, y probablemente a causa de la caña que la empresa recibió en Twitter, el texto cambió ligeramente. Como suele ocurrir en estos casos, el remedio fue peor que la enfermedad: el “muchos de nosotros trabajamos habitualmente entre 70 y 90 horas a la semana” ha sido sustituido por “muchos de nosotros trabajamos y estudiamos habitualmente más de 70 horas a la semana”. Es otra de las trampas de los discursos laborales: al considerar que la formación beneficia al individuo y no la empresa, las horas extras destinadas a ella no se consideran parte de la jornada laboral, sino una ventaja para el empleado que, como un programa de 'software', ha de actualizarse continuamente para no quedar obsoleto.

¿Es una excepción? Hace apenas un mes, una distópica columna de opinión en 'The New York Times' recordaba que el gurú de Silicon Valley Gary Vee animaba a sus seguidores a trabajar 18 horas al día como fórmula del éxito.

La obsolescencia programada de tu curro

Mientras barrunto esto, descubro una de esas audaces 'start ups' que prometen revolucionar el mercado laboral. Se trata de Jolt, que como explica 'Business Insider', ofrece a las compañías un particular servicio. Se trata de un programa por el cual los empleados de la empresa cliente obtienen un sueldo menor a la media en el sector, pero a cambio reciben algo –según ellos– mejor: su trabajo soñado. Su programa de 'chaptership', ideado por su fundador Roei Deutsch, consiste en que tu puesto (su “misión”, según su terminología) desaparece después de dos años y tienes que buscarte o inventarte algo nuevo.

Los contratos no pueden durar dos años en el programa de Jolt, el mismo tiempo que dura la garantía de la mayoría de electrodomésticos

La compañía, no obstante, se ha encontrado con un problema a la hora de implantar esta metodología. Que, mira tú por donde, después de los dos años, los empleados ('millenials', matiza el artículo) no saben qué hacer con sus vidas, a pesar del asesoramiento de los 'coach' de Jolt. En realidad, a la mayor parte de los empleados las tutorías ofrecidas por la empresa les daban bastante igual, por lo que, ¡sorpresa!, cuando tenían que inventarse un nuevo puesto de trabajo no sabían muy bien qué responder. Quizá porque, al fin y al cabo, reinventarte cada 24 meses, después de haber aprendido un oficio puede ser un poco cansado.

No sé a ustedes, pero a mí lo de los dos años me hace gracia. Por una parte, porque dos años es precisamente la garantía típica de cualquier electrodoméstico, y es significativo que tu puesto de trabajo dure lo mismo que el período en el que puedes reparar gratuitamente tu lavadora. Por otra, porque dos años es también precisamente el tiempo máximo que un trabajador en España puede encadenar contratos temporales antes de que la empresa se vea obligada a hacerle indefinido.

Si te rompes, compramos otro

Se ha escrito mucho acerca de la obsolescencia programada de esos productos cuya vida útil está planificada deliberadamente de antemano (y que, casualidades de la vida, suele rondar los 24 meses). Es una ilícita estrategia para fomentar el consumo, y que provoca que sea preferible –porque resulta más barato– adquirir un nuevo electrodoméstico que reparar el antiguo, que además, ya habrá quedado desfasado.

placeholder El sector de la construcción es uno en los que más accidentes se producen. (iStock)
El sector de la construcción es uno en los que más accidentes se producen. (iStock)

Esta misma semana, Comisiones Obreras recordaba que el número de accidentes laborales se ha disparado durante el último año, una tendencia al alza desde 2013. Hasta julio habían muerto 358 trabajadores, una cifra que si bien es ligeramente inferior a la del pasado año (366 en el mismo período), sigue siendo muy alta. ¿Un caso particular más allá de las cifras? El del obrero marroquí que falleció este lunes tras caer del séptimo piso de un bloque de L'Hospitalet de Llobregat. Para Pedro Linares, secretario de salud laboral de CCOO, se debe a la reforma laboral y a “un modelo de relaciones laborales basado en la precariedad”.

Pero este progresivo aumento de los accidentes es un síntoma más de que, en realidad, los robots somos nosotros. Si los protocolos están fallando y las muertes aumentan, quizá es que a las empresas les resulte más rentable enfrentarse a la posibilidad de que algo salga mal que invertir dinero en garantizar la seguridad de sus trabajadores. Como cuando aprovechamos que el móvil empieza a hacer cosas raras para cambiarlo por un modelo mejor, más rápido, con mejor cámara y con las últimas actualizaciones disponibles. Poco a poco, la línea que separa lo humano de lo robótico es cada vez menor; pero no por sus capacidades, sino por su intercambiable rol en la economía de empresa.

Voy a empezar como un viejo columnista. Estaba cortándome el pelo el otro día en mi barbería de confianza cuando comencé a explicarle a la peluquera por qué prefiero ir a un establecimiento de barrio que a una de esas cadenas que cada vez abundan más en las grandes ciudades. Ella había comenzado su carrera, como tantos otros, en una de estas franquicias, y tenía mejores motivos que yo para detestarlas. Yo, como mucho, me había llevado algún trasquilón; ella había tenido que enfrentarse a algunas de las peores dinámicas laborales que uno puede imaginar, pero que son cada vez más comunes.

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