artes escénicas

Otro teatro era posible

  • Fallece a los 91 años el dramaturgo, director, escenógrafo y académico Francisco Nieva, profundo renovador del teatro español en el siglo XX

Con la muerte de Francisco Nieva, fallecido el pasado jueves a los 91 años, muere una manera de pensar, alumbrar y defender el teatro español. Y, muy a pesar de los no pocos montajes de sus obras puestos en escena desde los 80, con aliados esenciales como Juan Carlos Pérez de la Fuente, no hay más remedio que considerar que esta manera es, todavía, una cuestión inédita. Los muchos reconocimientos que atesoró Nieva (nacido en Valdepeñas en 1924) a lo largo de su trayectoria (de sus Premios Nacionales al Príncipe de Asturias pasando por el Max de Honor) y la condición de "maestro" con la que ayer mismo le rendía tributo todo un referente de la escena contemporánea como Miguel del Arco, no ocultan la evidencia de que el teatro español ha mirado habitualmente a Nieva como a un extravagante, un capricho, un talento controvertido que hacía sus locuras mientras lo importante iba por otro lado. Su ostracismo no llegó a los niveles dolorosos de otro valleinclanesco de pro, el andaluz Miguel Romero Esteo (con el que no resulta difícil establecer analogías a través de la farsa y lo grotesco, siempre con la debida precaución); y hasta la Real Academia de la Lengua le agasajó en su momento con el sillón J; sin embargo, ante su muerte, hay que lamentar que el teatro español no haya aprovechado su influencia ni haya transitado los caminos que abrió para hacerse de una vez mayor, gozar de una resonancia propia en la escena europea y hacer de su patrimonio un legado verdaderamente grande y merecedor de tal nombre. Si la distancia convirtió a Fernando Arrabal en un autor extranjero, con Nieva no había mayores excusas, pero quienes se han llevado de verdad el gato al agua en este país en lo que a arte dramático se refiere son los criterios acomodaticios. De modo que es la misma escena española, o la certeza de que otro teatro español era posible, la que se va derechita al cielo de su mano.

Dramaturgo, narrador, escenógrafo, ilustrador, director y ensayista, Francisco Nieva lo fue todo en el teatro. Resulta significativo que comenzara a escribir sus primeras obras en 1948 y que no disfrutara un estreno como autor (con Es bueno no tener cabeza) hasta 1971. En los 40 probó suerte como artista plástico pero la literatura se prestaba mejor a sus tientos, así que, de paso, fundó el Postismo con Carlos Edmundo de Ory en Madrid. En el mismo 1948 partió a París dispuesto a hacerse autor teatral y entabló amistad con Samuel Beckett (asistió al estreno de Esperando a Godot en 1953), Fernando Arrabal y Eugene Ionesco, aunque fue la representación del Galileo de Brecht el suceso que le ganaría definitivamente para la causa. Volvió a España a comienzos de los 60 y se incorporó al oficio como escenógrafo, primero con José Luis Alonso de Santos y luego con Adolfo Marsillach (firmó la escenografía del Marat/Sade de Weiss que adaptó Enrique Llovet y que le costó el puesto de ministro a Manuel Fraga en 1968 tras la indignación del Opus Dei). Su éxito en este menester se debió, principalmente, al tratamiento de la escenografía como escritura: nunca hasta entonces el teatro español había encontrado una capaciddad igual de significar con argumentos propios y genuinos fuera del texto.

Como dramaturgo, Nieva llegó siempre tarde. O, más bien, fue el teatro el que llegó tarde para él. Su obra Tórtolas, crepúsculo y... telón, que escribió en 1972, obtuvo el Premio Valle-Inclán en 2011. Tal vez su pieza más importante sea la ya tardía El manuscrito encontrado en Zaragoza, con la que ganó el Premio Nacional en 1992 (a pesar de lo cual, en la misma sintonía, no llegaría a estrenarse hasta diez años más tarde) y con la que dio buena cuenta de aquella otra tradición que sus compañeros habían desdeñado: una querencia barroca, vitalista hasta las heces, que hurgaba en las entrañas de Valle-Inclán y Lorca (los dos únicos referentes posibles para un teatro español en el siglo XX) y que postulaba la imaginación por encima de cualquier otro criterio. En gran medida, esta adscripción se debe a la inquebrantable vocación literaria de Nieva, quien, contrario a cualquier noción de límite y frontera (tanto en lo artístico como en lo político), afirmó no hacer distinciones entre la tarea narrativa y la dramática, lo que no dejó de costarle caro en un medio teatral que empezaba a aborrecer lo literario como si de agua hirviendo se tratase (muy a pesar de los grandes dramaturgos que tomarían posteriormente el relevo de Nieva). De este cosmos surgieron otra treintena de obras, algunas tan relevantes como Pelo de tormenta (1973), Coronada y el toro (1973), Sombra y quimera de Larra (1976), Los baños de Argel (1979) o La señora tártara (1980), además de numerosas adaptaciones. Con pedagógica convicción, Nieva distribuyó su producción dramática en dos categorías: el Teatro furioso y el Teatro de farsa y calamidad, ampliadas a su vez en diversas ramificaciones teóricas para las que escribió también adaptaciones escénicas. El propio escritor se refería a "la transgresión, el contravalor y la culpa" como ideas fuerza de su quehacer dramatúrgico, pero, en todo caso, Francisco Nieva llegó a ser Francisco Nieva cuando halló la solución para representar lo prohibido en acontecimientos presuntamente naturales y hasta cotidianos: los personajes de Nieva viven más allá no ya de la moral, sino de la misma de la ética, en un mundo donde esta premisa no siempre (ni mucho menos) se traduce en libertad pero en el que la condición humana cristaliza con una eficacia proverbial. Posiblemente fue Beckett la mayor guía de Nieva en esta determinación: Ernesto Caballero definió ayer el teatro del de Valdecañas como "una fiesta", pero convendría puntualizar que se trata de una fiesta en la que algo está siempre a punto de romperse, un delirio que amenaza con hacerse cordura a cada paso, como la constatación de que el hombre necesita un universo ordenado para reconocerse como tal.

Durante los 80, Nieva alternó la dirección escénica con la escritura de otras obras y también de novelas que comenzó a publicar ya en los 90, como Viaje a Pantaélica y La llama vestida de negro. La aparición en 2002 de sus memorias, Las cosas como fueron, coincidió con un cierto retiro del escaparate que perduró hasta su muerte. Todo ha quedado, por tanto, dicho. Ahora corresponde al teatro y quienes lo hacen posible merecerlo.

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